Las calles del
pueblo de Onsbergh estaban mojadas aunque hacia días que
no llovía. El hombre, que iba a lomos de un caballo negro con una pequeña
mancha blanca en la testa, no quería ni pensar en el motivo de que
las calles estuvieran mojadas. Se envolvió mejor en la capa, se bajó
un poco más la capucha y apresuró al caballo clavándole los talones en los
flancos. La gente con la que se cruzaba estaba en sus quehaceres y la poca que
lo miraba apartaba la vista de sus ojos. El hombre sabía bien lo que la gente
pensaba de sus ojos. Estaba ya harto del
norte, allí solo había frío y
campesinos supersticiosos.
Al salir del
pueblo, el caballo empezó a trotar sintiéndose libre al no
tener obstáculos en el camino.
Muy a su pesar, el hombre sacó las
manos de debajo de la capa para sujetar mejor las riendas.
Ya habían perdido el pueblo de vista cuando el hombre miró al cielo y
vio que apenas quedaría una hora de sol.
- Ya es tarde
Rage, vamos a parar aquí.
Se acercaron al
pequeño riachuelo que corría paralelamente al camino. El hombre se
bajó del caballo y le quitó los arreos, la silla y las alforjas, lo dejó todo
al pie de un gran roble.
Mientras encendía una hoguera el
caballo se dispuso a beber agua. El hombre se acercó al caballo y se entretuvo
un rato cepillándolo. Cuando terminó, le colocó una cabezada de
cuadra y ató el ramal a una rama baja del roble, le dejó el ramal largo para
que comiera pero no se alejara demasiado.
La noche cayó
deprisa. El hombre se acercó a las alforjas, sacó algo de las raciones que tenía
y se sentó junto al fuego. Mientras comía miraba el alegre
crepitar de la hoguera y los recuerdos vinieron a su cabeza.
La granja estaba
formada por tres edificaciones, un establo, un pequeño granero y una sencilla
casa de una sola planta. El granero hacía tiempo que había sido
consumido por las llamas, la casa también estaba empezando a arder y
en el establo piafaban los caballos medio locos por el fuego que los rodeaba.
En el patio de la granja se podían ver dos figuras. Una mujer estaba
sentada en el suelo abrazando el cadáver de un joven, las lágrimas corrían por
su rostro y su llanto apenas dejaba oír nada de lo
que sucedía a su alrededor. De pie, a su lado, había un
guerrero con una espada levantada por encima de su cabeza, el pelo rojo ondeaba
tras él con el viento y el fuego se reflejaba en sus ojos rojos.
La mujer levantó
la cabeza, lo miró y le dijo:
- ¡¿Por qué nos
haces esto!?
Como única respuesta
el hombre bajó la espada y la sangre salpicó el suelo.
Una voz profunda y grave lo sacó de sus ensoñaciones:
- Tienes mucha
sangre en las manos.
El hombre miró a
su alrededor pero no encontró a nadie, ni siquiera pudo identificar
la procedencia de la voz, parecía que había salido junto a
su oído tanto como desde el otro lado del riachuelo.
Más allá del
círculo de luz de la hoguera se oyó un ruido. El hombre se puso
en tensión mientras miraba la oscuridad intentando adivinar
que había hecho ese ruido. En la oscuridad brillaron dos ojos que le
escrutaban. El hombre se relajó, solo era un zorro. Tiró el pequeño trozo que
le quedaba de carne seca lejos de sí pero todavía dentro de la luz de
las llamas. El zorro se acercó con paso lento, sin dejar de mirarle. Con
un rápido movimiento cogió la carne y huyó entre las
sombras.
El hombre
se despertó con los primeras luces del alba, lo que la noche anterior
fue una hoguera ahora solo eran un montón de brasas incandescentes.
Avivó la hoguera y se levantó. Estaba entumecido de haber dormido en el suelo,
se estiró, bostezó y se dirigió al riachuelo a mear. Cuando terminó,
vio en el riachuelo unos peces, sonrió y volvió donde estaban
sus cosas. Sacó de las alforjas una madera con hilo enrollado y al final de éste,
un pequeño anzuelo. Fue al río para pescar el desayuno. En poco
tiempo ya estaba otra vez sentado junto al fuego cocinando un pez clavado en
una rama.
Estaba preparándose para
continuar el viaje cuando oyó el ruido de un
caballo. Cogió a Rage por las riendas y fue andando hasta el camino.
Vio a un hombre venir a caballo. El hombre llevaba una casaca de
cuero marrón unas botas altas negras al igual que el pantalón. El
pelo corto era negro como el carbón y una barba del mismo color
poblaba ligeramente la cara. En la cadera llevaba colgando una espada corta de
acero. Cuando el hombre llegó a su altura frenó el caballo.
- Thadir ¿qué haces aquí,
tan al norte?
-
Estoy escoltando a unos mercaderes, nos atacaron hace dos días y hoy
me ha tocado ir de explorador. - dijo con la media sonrisa que nunca abandonaba
su rostro.
-
¿Quién os atacó?
-
Unos bandoleros, nada del otro mundo. - dijo haciendo un gesto con la mano para
quitarle importancia al asunto. - Y tú, ¿Adónde vas? Si vas hacia el
norte podrías acompañarnos, siempre viene bien una espada más.
-
No, ya me he cansado del norte. Vine aquí hace unas semanas, ahora
quiero ir al sur a gastar el dinero que me he ganado. - terminó de ajustar la
cincha de la silla y se subió al caballo. - ¿Alguna noticia del sur?
-
Se oyen muchas cosas, ya no se sabe lo que es verdad y lo que no. Hay rumores
de guerra con los orcos y los druidas dicen que se va a acabar el mundo, como
siempre.
-
Nada nuevo entonces, voy a seguir mi camino. Que te vaya bien Thadir. - el
hombre espoleó el caballo.
-
Sí, hay una cosa. - dijo Thadir, que dio la vuelta al caballo y lo alcanzó. -
Ayer por la tarde nos cruzamos con una elfa, montaba un unicornio, pensaba que
ya se habían extinguido.
-
Sí, lo sé, lo oí en el pueblo, unos campesinos estaban hablando de ella.
- Bueno, que te
vaya bien voy a seguir explorando. - dijo mientras se reía y daba la
vuelta otra vez.
Al poco tiempo
se cruzó con la caravana de mercaderes. Tres carros cubiertos con lona que
ocupaban casi todo el camino. Unos mercenarios flanqueaban la caravana con las
manos peligrosamente cerca de las empuñaduras. Se apartó del camino de la
caravana para dejarlos pasar antes de continuar con el suyo propio.
La
lluvia caía sobre el campo de batalla, repicando en las corazas de
los caballeros muertos. Los cuervos sobrevolaban los cadáveres. En
medio de todo se alzaba una figura. Aunque tenía forma humana no se
le podía considerar humano, vestía una armadura de
acero roja y dorada, del casco salían dos cuernos ligeramente
curvados hacia atrás. Los cuernos no eran una decoración del
casco, los cuernos eran del propio demonio. Miró al cielo, abrió los
brazos como intentando abarcarlo, desplegó unas alas negras como si
fuera un murciélago y comenzó a reírse con una
voz gutural. Una voz que lo único que producía era miedo.
Idrial se despertó sofocada,
estaba empapada de sudor y con la respiración agitada.
-Otra vez el
mismo sueño, pensó Idrial.
Se levantó, se
acercó al riachuelo y se mojó la cara y la nunca para terminar de
despertarse. Comió algo y se puso otra vez en camino a lomos de
Ithil.
Estaba cayendo
la noche, Idrial estaba buscando un lugar en el que parar a descansar
cuando oyó el ruido de cascos, se dio la vuelta mirando el camino por
el que había venido y vio un caballo con un trote rápido
En su lomo cabalgaba un humano vestido con una camisa blanca, sobre ella,
un jubón de cuero y unos pantalones de cuero negro a juego con unas
botas altas que llegaban hasta la rodilla donde fácilmente podría esconder
un estilete dentro. Los guantes negros llegaban casi un palmo por encima de la
muñeca y tenían unas puntas metálicas en los nudillos. La
capa que tenía sobre los hombros era negra, un tanto raída por las
inclemencias del tiempo. Aunque no llevaba ningún arma a la vista, Idrial
supo que era un guerrero. El hombre era de complexión delgada,
ciertamente atlética y de músculos marcados pero poco
prominentes. Su pelo era rojo intenso y ondeaba al viento detrás de él.
Cuando el hombre se acercó, frenó su caballo y pudo contemplarlo mejor, tenía
una cara alargada sin una sombra de barba, una nariz fina y unos labios
pequeños. Los ojos del hombre eran grandes, ovalados y de un color rojo oscuro.
Al principio esos ojos asustaron a Idrial, nunca había visto a nadie
con unos ojos como los suyos, pero se tranquilizó al mirarlos mejor, esos ojos
solo transmitían seguridad y confianza,
no había ningún atisbo de maldad en ellos.
- Hola señorita. - dijo el desconocido con
una voz suave. - Parece que vamos en la misma dirección y
estos lares son peligrosos para una dama solitaria. ¿Le importa que la
acompañe?
-¿Qué
le hace pensar que
vamos en la misma dirección o que necesito compañía?
- Vamos en la
misma dirección porque su caba... - Se quedo mirando unos segundos al
unicornio como si no se terminara de creer lo que veía - Su unicornio tiene
la testa hacia aquella dirección y no al contrario. Que
necesite compañía es una ligera suposición, los caminos son más
seguros de transitar en grupo.
- Se nos echa la
noche encima, pase si quiere la noche conmigo pero mañana nos separaremos.
Idrial bajó del
unicornio con una gracia felina. Se acercó a unos alisos y
dejo allí sus cosas. Se agachó como si mirara algo en la bolsa
y comprobó que aun tenía el estilete en la caña de la bota. Se giró y
vio al hombre que se ocupaba de su caballo y un fuego ya encendido. Idrial no sabía
su nombre, tampoco le había dicho el suyo, confiaba en su sueño ligero y su
rapidez con el estilete, si ese humano intentaba algo solo sería
un cadáver más. Saco un poco de comida y se sentó junto al
fuego. Comió en silencio, no quería darle pie al hombre
para que se metiera en sus asuntos. El hombre se limitó a comer mirando el
fuego, estaba como ido como si no estuviera presente en ese momento.
Idrial se
levantó, se acercó donde estaba acostado el unicornio y se acostó en
el hueco entre sus patas en posición fetal. En poco tiempo estaba ya
dormida.
Se despertó con
el olor de la comida, abrió los ojos y vio la claridad del día.
Hoy no había tenido la pesadilla. Miro alrededor y vio al humano
junto al fuego cocinando algo que por como olía supuso que era un
conejo. Se levantó y fue hacia sus alforjas a coger especias. Idrial se asombró,
aunque iba descalzo no hacia ningún ruido al caminar. Se acercó a la
hoguera sin dejar de mirar al hombre.
-Buenos días,
enseguida estará el desayuno. Espero no haberla despertado con los
preparativos.
Entonces Idrial
se dio cuenta de la piel y las vísceras del conejo que había cerca.
Cada vez estaba más intranquila, el hombre había ido a cazar un
conejo, lo había desollado y puesto al fuego sin que ella se
despertara. No paraba de pensar en quien sería. Entonces, se dio cuenta.
- ¿Qué eres? - dijo
Idrial entornando los ojos y acercando la mano a la bota. - Te pareces a un
humano pero no lo eres. ¿Qué eres?
El hombre la
miró a los ojos y sonrió enseñando una hilera de pequeños dientes blancos.
- Casi nadie se
ha dado cuenta en tan poco tiempo.
-
¿Qué eres? -
preguntó por tercera vez sujetando el estilete dentro de la bota.
- No soy nada que tenga nombre en este
mundo, pero tú, puedes llamarme Dayagon.