Dayagon despertó encadenado en una celda de madera junto a otros marineros
del Argos. No le hizo falta preguntar para saber que se encontraba en un barco,
pero, desde luego, no el Argos. Miró a su alrededor. Muchas caras las conocía,
otras solo de vista, pero en todas ellas se podía ver el miedo y la
desesperación. Cuando intentó hablar, lo que salió de su garganta fue un pobre
gañido. Se aclaró la garganta con un carraspeo y repitió:
- ¿Cuánto ha pasado?
- Unas horas. – le respondió el marinero de su izquierda.
- Silencio. – dijo una voz desde fuera de la celda.
Un pirata se asomó por la pequeña ventana con barrotes que tenía la puerta.
Esta se abrió y entraron dos piratas a la celda. Los marineros bajaban la
mirada a su paso. Llegaron hasta Dayagon y, uno de ellos, soltó el candado que unía
sus grilletes a la pesada cadena que cruzaba la celda de lado a lado y a la que
estaban unidos todos los hombres.