jueves, 27 de agosto de 2015

7 mundos, 7 almas - Capítulo 1



Neonshay era uno de los locales de moda en Keemde. Raila pasó al lado de toda la gente que estaba haciendo cola y llegó hasta la puerta. El portero la saludó cuando la vio llegar y le dejo pasar, haciendo oídos sordos a las quejas de la gente. Raila le dio las gracias con la mejor de sus sonrisas. Pasó de largo el guardarropas, en las noches de verano no hacía un calor excesivo, pero sí una temperatura lo suficientemente agradable como para ir con unas sandalias atadas a los tobillos, un pantalón corto que se pegaba a su cuerpo como una segunda piel y un top del que si se dice que tapaba algo más que sus pechos era mentira. Cuando abrió la puerta que daba a la discoteca, una música electrónica a todo volumen la saludo.

La discoteca era una gran sala cuadrada con una pista de baile en el centro. La barra ocupaba casi toda la pared de la derecha a excepción de una puerta que daba a los baños. La pared del fondo tenía una tarima de medio metro donde se encontraba el dj y sobre la que bailaban gogos, strippers o algún espontaneo, dependiendo del día o la fiesta que fuera. Las otras dos paredes estaban ocupadas por mesas con asientos a su alrededor en forma de "U".

Raila fue directa a la barra. Un chico alto se le cruzó en su camino con la intención de sacarla a bailar. El chico era guapo y podían notársele los músculos marcados por debajo de la ropa. En otra ocasión habría aceptado el baile sin dudarlo, pero esa noche no es lo que andaba buscando. Lo esquivó ágilmente, casi pasando bajo sus brazos, y siguió hasta la barra. Cuando llegó, un camarero le dio un vaso con un líquido verde y un Thici, un pequeño fruto blanco muy dulce, pinchado en un palillo flotando en su interior. El camarero le dijo algo que apenas oyó mientras señalaba a un chico que estaba a unas tres o cuatro personas de distancia en la barra. El chico levantó su propia copa a modo de saludo y ella le correspondió con el mismo gesto y una sonrisa antes de beberse la mitad de un trago.

Raila miró al espejo que había tras la barra y su reflejo le devolvió la mirada. La cara estaba enmarcada por su pelo, que caía suelto y liso hasta el nacimiento del culo. Su pelo era azul eléctrico con un degradado hasta volverse verde en las puntas. Debajo de unas finas cejas azules, brillaban dos ojos verdes con unos tonos azules cerca de la pupila. Entre los ojos nacía una nariz fina que descendía hasta unos pequeños labios verdes. Entreabrió la boca, dejando a la vista una hilera de pequeños dientes blancos, y paso el Thici humedeciéndose los labios. Vio el reflejo del chico tras de sí cuando lo mordió.

Acepto su invitación a un baile que no era otra cosa que una excusa para rozarse y meterle mano. Tras una canción lo dejó solo en la discoteca para ir al baño y no volver con él. A lo largo de la noche otros chicos la invitaron a beber y bailar obteniendo los mismos resultados. Cuando ya se había cansado de jugar, Raila fue a por su presa. Llevaba unos días observándola, sabía sus gustos y por eso se presentó delante de ella con un par de Nasfay, un combinado fuerte hecho a base de muchos licores. Su presa era una chica un poco más baja que ella. Tenía el pelo negro con mechas rojas hasta los hombros. El flequillo le tapaba uno de sus ojos marrones. Llevaba un vestido corto, rojo y negro, y unos zapatos de tacón a juego.

Con el volumen de la música tan elevado, la conversación era infructuosa, pero esto no era algo que pudiera frenar a Raila. Tras un par de copas y unos cuantos bailes, en los que Raila juraría que algunas veces había más de dos manos sobre su cuerpo, salieron de la discoteca apoyándose una sobre la otra. El cielo estaba cubierto de nubes, haciendo que la noche en la ciudad fuera oscura más allá de los círculos de luz de las farolas. Raila sintió una mano cálida descendiendo por su espalda hasta situarse sobre una de sus nalgas. Por su parte, el brazo derecho de Raila cruzaba su espalda hasta pasar por debajo de su axila, situando su mano sobre su seno derecho. Enseguida comenzó a notar la dureza del pezón.

Tras unas cuantas manzanas llegaron al edificio de Raila. El edificio tenía treinta pisos. Su fachada era una mezcla homogénea de hormigón y cristal rota solamente por los ascensores que subían y bajaban por ella. Un portero reconoció a Raila y les abrió la puerta antes de que llegaran. Raila le dio las gracias al pasar sin pararse y fueron directas a los ascensores. Una vez dentro de uno, Raila introdujo una llave y la giró, provocando que las puertas se cerraran y el ascensor comenzara a ascender. Raila empujó a la chica contra la pared de cristal del fondo y se abalanzó sobre ella. Sus labios se juntaron para instantes después abrirse y dejar paso a sus lenguas que juguetearon nerviosas, ora en la boca de Raila, ora en la boca de la chica. No les importaba que alguien las viera y, si no estuvieran enfrascadas en la exploración de hasta el último de los rincones de la boca de la otra, abrían podido ver las esplendidas vistas que se tenían desde allí de la ciudad, o del rio que desembocaba en el océano, o incluso del hombre que los miraba desde otro ascensor con claros ojos de deseo y envidia.

Las puertas del ascensor se abrieron dando paso a un recibidor. Raila caminaba de espaldas, guiando a la chica hasta su habitación. Durante el camino, la chica forcejeó con el pantalón de Raila hasta lograr soltarlo. El pantalón cayó al suelo y Raila se zafó de él sin tropezarse, quedando olvidado en mitad del pasillo. Durante un breve momento en que sus labios se separaron, Raila aprovechó para quitarle el vestido a través de la cabeza, dejándola con solo unas bragas minúsculas. Al entrar en la habitación, dejó el vestido colgado del pomo de la puerta.

La habitación estaba presidida por una gran cama. En la pared opuesta a ésta, un gran espejo disimulaba la puerta de entrada a un vestidor. La pared opuesta a la que habían entrado era una amplia cristalera que daba a una terraza. Raila empujó a la chica hacia la cama. Quedó boca arriba, apoyada sobre los codos y lamiéndose los labios mientras Raila se quitaba el top, revelando unos pechos de buen tamaño coronados por unos pezones verdes oliváceos. Sin apartar la vista de sus ojos se fue bajando, muy lentamente, el diminuto tanga, dejando a la vista su hermoso sexo decorado por una línea vertical de vello.

La chica levantó las piernas arqueando la espalda, dándole permiso a Raila para que fuera ella quien terminara de desnudarla. Raila le sacó las diminutas bragas rápidamente, casi con impaciencia. La chica bajo las piernas apartándolas hacia los lados con los talones juntos mostrándole, sin pudor alguno, su vagina lampiña. Raila se subió a la cama y se acercó a ella gateando. Atrapó uno de sus rosados pezones entre sus labios, arrancando un gemido de la boca de la chica.

La mano de Raila fue descendiendo, acariciando la piel de la barriga de la chica hasta llegar a posarse sobre su pubis. Instantes después, su lengua le siguió los pasos dejando un caminito de saliva tras de sí. La chica cerró los ojos, apoyó la parte alta de la cabeza en la cama arqueando la espalda. Como un acto reflejo, sus manos agarraron las sabanas, estrujándolas.

Esa noche, en esa habitación, todo se mezcló. Lo primero fue la pasión, el deseo, el placer y la lujuria. Raila se colocó a horcajadas encima de la chica juntando su pelvis con la de ella y comenzando un movimiento circular. Los gemidos de las dos se mezclaron en el aire. Estos gemidos fueron acallados cuando sus labios se juntaron de nuevo. Sus manos se buscaron y se entrelazaron por encima de sus cabezas.


Una ráfaga de aire frío la despertó. Cuando intento moverse, sintió un peso encima del pecho que se lo impedía. Tenía un brazo de la chica sobre ella. La chica roncaba ligeramente. Los labios, entreabiertos, mostraban unos dientes un poco separados. La nariz un pelín elevada y respingona. El escote, salpicado de pecas destacando sobre su piel pálida. Ya nada quedaba de la ninfa que le había atraído. Ya en nada se parecía a la diosa sensual que esa noche había revuelto las sabanas con ella. Se había convertido en otra más, otra de las tantas personas que habían pasado por su cama y no recordaria ni su nombre.

Levantó su brazo con delicadeza y salió de la cama. Desnuda como estaba, fue a la terraza y se apoyó en la barandilla. Lyasysh y Neesa brillaban en el cielo iluminando la oscuridad de la noche. Lyasysh era más grande, el doble más que su hermana. Brillaba con una luz blanca, frente a la luz azulada de Neesa. Por debajo de ellas se extendía la ciudad hasta donde alcanzaba la vista. Ese bosque de hormigón, acero y cristal solo era roto por el azul del océano. Ya no quedaban zonas verdes en el planeta, la vegetación habían sido relegadas a azoteas y balcones, a decoración de calles y plazas.

Raila sintió frío, un frío extraño para la época en la que se encontraban. Un escalofrío le recorrió toda la columna hasta su cabeza dejándole la piel de gallina. Cruzó los brazos sobre su pecho para intentar calentarse un poco, en vano. De pronto, sin previo aviso, el dolor de cabeza volvió. Era un dolor agudo, como algo que se clavaba en su cerebro. Ningún doctor le había sabido decir que le sucedía. Un violento ataque de tos le hizo doblarse por la mitad. Se tapó la boca con la mano por acto reflejo y sintió un líquido caliente corriéndole por la palma. Al mirársela, la vio manchada con su sangre. Si se asusto por esto no lo demostró, ni su cuerpo la traiciono con gestos involuntarios como un ligero temblor o los parpados abriéndose siquiera un ápice más de lo normal. Se limpió con el dorso de la mano un hilillo de saliva sanguinolenta que le colgaba del labio y se dispuso a entrar de nuevo.

Cuando se giró, vio una figura delante de la puerta de cristal. Al principio, la confundió con la chica, pero no era ella. La persona que estaba allí de pie era una mujer. Vestía con una túnica negra, en gran contraste con su pálida piel. Su pelo caía en ondas como una cascada de oro. Sus ojos verdes brillaban de una manera sobrenatural. La mujer dio dos pasos hacia ella, quedándose a solo uno de distancia de Raila. Alzo el brazo, con la palma hacia arriba, como invitándola a que se acercara, a que fuera ella quien recorriera ese último paso. Raila sintió un nuevo escalofrío e inconscientemente avanzo hacia ella.

Sus cuerpos estaban juntos, pero no llegaban a tocarse. La mano de la mujer, que había bajado cuando Raila comenzó a moverse, volvió a subir para posar las yemas de los dedos en su mejilla. Cuando estos hicieron contacto con la piel de Raila, esta los sintió fríos y el tercer escalofrío de la noche le recorrió el cuerpo. La mujer acarició la mejilla, descendiendo hasta posar la mano en su cuello. Con un poco de presión la atrajo hacia sí. La mujer ladeó la cabeza. Rayla entreabrió los labios. No la conocía de nada, pero si era un beso lo que quería, debía de ser un beso en condiciones.
Cuando sus labios se juntaron, no hubo un roce de lenguas como Raila pensaba. Lo único que salió de su boca fue una especie de humo blanco que se perdió en la boca de la mujer. Conforme duro el beso, unas líneas negras iban pintándose en los antebrazos de la mujer hacia las manos. Cuando los últimos coleteos del humo blanco se perdieron en su boca, las líneas llegaban hasta la punta de los dedos dibujando formas que recordaban a arboles marchitos.

Ritza sujetó el cuerpo inerte de Raila con las dos manos y la fue bajando hasta dejarla con delicadeza sobre el suelo. Se levantó, aun mirando su cuerpo. Las líneas comenzaban a desaparecer haciendo el camino inverso. Sus ojos brillaban más de lo normal. Se lamió los labios, sintiendo el sabor que se había quedado impregnado en ellos y, sin previo aviso, desapareció, dejando tras de sí su aroma en el aire.

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jueves, 13 de agosto de 2015

La leyenda de Dayagon - Capitulo 20



Hrim-Thain se extendía bajo la montaña, kilómetros de galerías y multitud de niveles. Ningún humano había visto nunca la ciudad por completo. No porque los enanos fueran ariscos con los visitantes, más al contrario, eran de lejos la raza más hospitalaria, sino porque la ciudad era inmensa y no dejaba de crecer año a año.

Killian pasó por calles estrechas y grandes avenidas, plazas excavadas en la roca y cavernas naturales. Los enanos eran grandes maestros del manejo de la piedra y los metales. Las calles y cavernas más altas sostenían los techos con columnas de tallas intrincadas. Las casas eran excavadas en la roca. En las grandes cavernas naturales, las casas eran construidas con tal maestría que ni el filo de una daga entraba por las juntas de las piedras.

El palacio de Margma, el rey de Hrim-Thain, estaba al otro lado de una sima de la que no se veía el fondo. La única forma de cruzarlo era por un ancho puente de mármol que parecía esculpido en una sola pieza. Estaba flanqueado por dos recios enanos en los que destacaban sus largas barbas trenzadas y dos hachas de doble filo de aspecto mortífero. Estaban completamente quietos y si no fuera porque le seguían con esos pequeños ojos que tenían debajo de las pobladas cejas, Killian los habría confundido con estatuas.

El puente llevaba a una terraza. El suelo era un mosaico representando dos hachas cruzadas, el símbolo de los enanos. Al borde de la sima se levantaba una balaustrada, grande para los enanos, pero pequeña para él. La fachada del palacio estaba incrustada en la roca, allí donde terminaba el mármol  comenzaba la piedra. El mármol blanco reflejaba la luz de las antorchas, lo que hacía que pareciera que el palacio brillaba. La puerta era alta, de hierro y estaba decorada con las dos hachas enanas cruzadas. Para cruzarla, Killian pasó entre dos enanos armados y con una mirada fiera en la cara. Los pedestales sobre los que estaban los delataban como estatuas.

La puerta daba a una sala más larga que ancha. Flanqueando el salón del trono, se encontraban estatuas de enanos gigantes enfundados en pesadas armaduras. Una tupida alfombra cruzaba la sala desde la puerta hasta el trono de piedra de Margma y ahogaba el sonido de los pasos de Killian. Aparte de la puerta que acababa de cruzar, no se veía ninguna otra puerta en las paredes. Aun así, Killian sospechaba que tendría que haber alguna, los enanos eran expertos disimulando las puertas que no querían que se vieran. Detrás del trono había tres grandes cristaleras por las que se filtraba el sol de media tarde. Esto creaba unas sombras sobre el trono haciendo que quien entrara a la sala no pudiera ver bien a su ocupante hasta que estuviera cerca.

Había tres enanos hablando con el rey. Killian agudizo el oído y oyó algo sobre un rebaño de cabras y pastos. Margma los silenció levantando la mano cuando Killian estaba cerca.

- Caballeros, no os preocupéis. Mandare más guardias con los rebaños. - dijo con una potente voz que retumbó en el salón.

Los enanos hicieron una reverencia y se retiraron a paso rápido. Killian se arrodilló delante del rey. Margma lo miraba mientras repiqueteaba los dedos encima del casco de uno de los enanos tallados en el trono. Éste había sido tallado en la propia piedra por los primeros enanos cuando excavaron el palacio. Sobre los reposabrazos se elevaban dos estatuas cruzando sus hachas en lo alto y formando el respaldo. Por encima de las hachas había tallada una corona de oro decorada con diamantes, esmeraldas y rubíes, la misma que reposaba sobre la cabeza de Margma. El rey tenía el pelo, de un color rojo oscuro, suelto cayéndole por la espalda mientras que el pecho se lo tapaba su gran barba. Ésta la tenía decorada con cadenas y pequeñas placas de oro y plata. Vestía con un chaleco marrón oscuro bordado con formas intrincadas en las que se podía perder la vista, unas calzas del mismo color y unas botas altas.

- Killian, Killian, Killian. - dijo acompasando las palabras con los repiqueteos que hacía con los dedos. - ¿Tu puedes entender que ahora que los orcos han emigrado al norte, los rebaños de cabras necesiten más protección?
- No, majestad. - respondió Killian levantándose del suelo.
- Déjate de formalidades.

Magmar se levantó del trono y estrechó a Killian en un abrazo que amenazaba con romperle alguna costilla. El rey era alto para su raza y le llegaba un poco por debajo de la barbilla. Killian aspiró ruidosamente cuando Magmar le soltó.

- Ven conmigo. - le dijo.

Dejó la corona sobre el casco de piedra de una de las tallas del trono y bordeándolo, se dirigió hacia los ventanales. Cuando abrió la puerta de cristal del centro, la brisa marina inundó sus fosas nasales. Salieron a un pequeño balcón situado a muchísimos metros por encima de las aguas del estrecho. Desde allí se podía ver ventanas y balcones en las paredes de piedra. Hrim-Thain se extendía a ambos lados del estrecho y grandes puentes cruzaban el abismo, conectando las dos partes de la ciudad subterránea. Un barco, que se veía pequeño por la distancia, estaba cruzando hacia el océano Vellfersa.



La entrada al estrecho estaba flanqueada por dos inmensas estatuas. La de la derecha era un enano con armadura y una gran hacha apoyada en el suelo que le llegaba hasta el pecho. La otra estatua era un humano, también con armadura y, por encima del hombro, podía verse la empuñadura de un montante. Ambas estatuas estaban coronadas, pues representaban al primer rey de los enanos y el primer emperador humano que sellaron una alianza prospera y duradera. Entre las dos estatuas había un rastrillo de hierro, de más de treinta metros de altura, suspendido muy por encima del nivel del mar.

- ¡Arriad las velas y bajo cubierta! ¡Ya sabéis lo que toca agora! - Ladró Kechard a su tripulación.

Las órdenes recorrieron el barco de boca en boca y se cumplieron con premura. En poco tiempo solo quedaban sobre cubierta Kechard, el timonel, Idrial y Dayagon.

El primer puente del Argos, justo por encima de la línea de flotación, estaba dividido en dos estancias. La más pequeña estaba a popa y se utilizaba como cocina. La más grande tenía bancos de remos a ambos lados. Cada remo lo manejaban dos marineros al unisonó y los sacaban por pequeñas aberturas en las portas. Un gran tambor les marcaba el ritmo a los remeros.

Cuando pasaron debajo del rastrillo de hierro caían pequeñas gotas de agua, evidenciando que hacía poco había estado bajo el agua. Todavía no lo habían cruzado cuando ya estaba bajando lentamente. Cuando llegó a su posición final, apenas sobresalía un par de palmos de la superficie del agua.

El timonel mantenía el rumbo del barco fijo para no acercarse demasiado a las paredes de piedra del desfiladero. Idrial, apoyada en la borda, miraba los remos como subían y bajaban impulsando al barco lentamente. En el estrecho se utilizaban los remos porque las corrientes de aire eran engañosas y peligrosas, el más mínimo cambio podía estamparles contra un lateral. A Idrial le pareció ver algo metálico en el agua, turbia y removida por los remos. Fue a popa, donde el agua estaba más clara, y vio una multitud de estacas metálicas apuntando hacia la superficie.

- Hay estacas bajo la superficie. - dijo con cara de asombro.
- Es un sistema de defensa. - le respondió Dayagon llegando a su lado. - Los enanos controlan el estrecho y deciden si alguien pasa o no. Si algún barco lograra pasar los rastrillos de hierro, accionan un complejo mecanismo que eleva las estacas atravesando el barco y hundiéndolo en segundos. Además, desde todos los miradores, ventanas, balcones y puentes de ahí arriba pueden tirar grandes piedras que conseguirían el mismo efecto que las estacas.

Idrial miró hacia arriba, viendo aberturas en la pared de roca, viendo pequeños balcones que sobresalían de esta y en los más bajos pudo distinguir enanos. De los puentes colgaban banderas enanas. Pero toda señal de la ciudad enana estaba muy por encima del palo mayor del Argos.

Les llevó un par de horas recorrer el estrecho. Hacia la mitad de éste había una ligera curva, cuando la superaron, vieron una estrecha franja vertical de cielo azul que señalaba el final. Cuando estaban cerca, los enanos comenzaron a subir el rastrillo a una velocidad que parecía sorprendente para el tamaño y peso de este. Cuando pasaron a su lado, Idrial se fijó en el raíl por el que ascendía y descendía el rastrillo. En éste se encontraban unas ruedas dentadas que encajaban unas con otras.

Esa entrada al estrecho también estaba flanqueada por dos estatuas, idénticas a las que había al otro lado. Una vez que salieron al océano, los remos desaparecieron en el interior del barco y los marineros volvieron a sus puestos en cubierta. Con la misma rapidez que antes, los hombres desplegaron las velas y el barco cobró velocidad enseguida.



Killian estaba de pie en lo alto de una colina. A su alrededor, mirase hacia donde mirase, se extendía la masacre. El fragor de la batalla le rodeaba, miles de voces rugiendo, el furioso entrechocar de las armas, el asqueroso sonido cuando una lograba superar la defensa y se hundía en la carne o seccionaba miembros, los chasquidos de las armaduras y huesos cuando recibían los golpes de martillos, mazas y mayales o cuando eran pisoteados por los cascos de los caballos.

En un primer vistazo, la armadura de Killian parecía roja, pero lo único que portaba de color rojo era la sangre que lo bañaba. El que si vestía una armadura de ese color era el demonio que se encontraba delante de él. El casco que llevaba solo dejaba ver unos dientes afilados como dagas y unos ojos que brillaban como dos pequeñas brasas. El demonio se abalanzó sobre él con la espada en alto. Killian alzó la suya para detener el tajo. Las dos espadas se encontraron en el aire creando una nube de chispas.

- ¡Noooooo!

Idrial estaba sentada en el jergón relleno de paja que hacía las veces de cama en el Argos. Se encontraba empapada en sudor e intentando recobrar el aliento. Las primeras luces del alba se filtraban por la porta iluminando tenuemente el camarote. Unos ligeros golpes sonaron en la puerta de madera.

- ¿Está bien, señorita?

Idrial reconoció la voz de Égaran. Le llevó unos segundos poder contestar con un débil si. Poco después, se levantó, se vistió y salió del camarote. Fuera no había nadie. Égaran había vuelto al camarote y los marineros que no estaban de servicio estarían en la cubierta inferior durmiendo. Con paso lento subió a la cubierta principal. Necesitaba un poco de aire fresco.

Dayagon se encontraba sentado en la borda con los pies por fuera. Los marineros, al ver que sus consejos de que esta práctica podía ser peligrosa caían en saco roto, ya no le decían nada. Idrial llegó hasta su lado.

- ¿Estás bien? - le preguntó, viendo su cara pálida.
- Sí, solo ha sido una pesadilla.

Dayagon no dijo nada, aunque seguía mirándola con ojos de preocupación.

- ¡Tierra a la vista! ¡Las islas! - grito el vigía.

Dayagon e Idrial miraron al unisonó hacia el horizonte. Allá a lo lejos, recortadas contra el azul del cielo, se podían ver dos puntos marrones que iban creciendo.


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