domingo, 22 de febrero de 2015

El pequeño Adrian

Hoy, os quiero contar la historia del pequeño Adrian. El niño, que solo tenía 10 años, se encontraba sentado en un incomodo banco de plástico en un pasillo blanco iluminado por la luz de los fluorescentes. En el pasillo, y en todo el edificio, había un permanente olor a desinfectante. De vez en cuando pasaba gente por delante de él, pero no les prestaba atención. Su atención estaba centrada en la puerta que se encontraba delante de él. La puerta tenía una pequeña ventana por la que veía a sus padres hablando con un señor vestido de blanco. Apenas podía oír la conversación que tenían y solo llegaba a captar frases sueltas.

- No hace falta que se quede (...) Aire libre (...) Tratamiento.


Adrian miraba como pasaban los arboles a toda velocidad por la ventanilla del coche. En el coche había un aire de tensión. Sus padres iban más callados que de costumbre y la radio apenas se oía. Apenas tuvo que alzar su voz para que sus padres le oyeran.

- ¿Porque cambiamos de casa? ¿Es por mi culpa? Si es así, lo siento mucho.

Su madre se giró en el asiento para mirarle y le dijo para tranquilizarlo:

- No es culpa tuya cariño, tu padre y yo queríamos un cambio de aires. La casa nueva es muy grande, te lo pasaras muy bien allí, te lo aseguro.
- Vale. - dijo bajando la vista con un hilo de voz sin creer del todo las palabras de su madre.

Enseguida tuvieron la casa a la vista. De la carretera por la que iban, partía un camino asfaltado flanqueado por unas vallas de madera. La casa estaba construida en piedra y pertenecía a su familia desde hace más de un siglo. De las chimeneas, que se alzaban orgullosas en el tejado de esta casa de dos plantas, salía humo, un mudo testigo del fuego acogedor que habría dentro de la casa.

Aparcaron el coche al lado de la entrada y se bajaron. Adrian miraba a todos lados con un gran interés, pues nunca había estado aquí antes. La puerta de madera era inmensa y se abrió antes de que ellos se acercaran. De dentro de la casa salió un hombre mayor vestido de negro y blanco que les hizo una pequeña reverencia. Detrás de él, esperaba un chico y una chica que deberían de rondar por los 30 años de edad.

- Bienvenidos. Por favor, síganme, les enseñare sus habitaciones. Mi hija y mi yerno se ocuparan del equipaje.
- Muchas gracias Alfred. ¿Como están mis padres? - Le pregunto su madre.
- Bien. Han tenido que salir, volverán en un par de días.

El vestíbulo de la casa era grandísimo, o así lo vio Adrian. Al final de este había una escalera de madera que subía a la segunda planta. A los lados  del vestíbulo habían varias puertas cerradas y por la única que estaba abierta vio un comedor presidido por una larga mesa de caoba con sillas del mismo material a los lados.

Alfred les guio hasta sus habitaciones que se encontraban en el segundo piso. Su habitación estaba amueblada con una cama en el centro, debajo de una ventana, unos armarios y un pequeño escritorio. Su padre y Alfred siguieron adelante por el pasillo mientras su madre entraba con el en el cuarto.

- Aquí vas a dormir. ¿Te gusta?
- Si. - respondió con un hilo de voz.
- No te preocupes, mi vida. Cenaremos enseguida, si quieres échate un rato, mañana tendrás tiempo de explorar todo lo que quieras.
- Si mama. - respondió cuando su madre salía de la habitación.


Al día siguiente, después de desayunar, Adrian se dedico a explorar toda la casa. Habían muchas habitaciones y se encontró maravillado con las cosas que encontró en ellas. Pero lo que más le sorprendió fue lo que se encontró en un cajón del escritorio de su habitación. En una cajita negra forrada por dentro con terciopelo rojo sobre el que reposaba una llave junto a un trozo de papel que parecía ser muy antiguo. En el papel podía leerse:

"La llave que abrirá la puerta de tus deseos"

Adrian cogió la llave y la miró detenidamente. Era una llave antigua. Los dientes de la llave estaban ligeramente desgastados y al otro extremo del cilindro metálico se encontraba un anillo grabado con la misma inscripción que había en el papel. Aunque Adrian no pudo reconocerlo, la llave era de plata. El niño sintió enseguida que esa llave era muy especial.

Adrian volvió a recorrer la casa entera, ahora con la llave en su poder, buscando la puerta que pudiera abrir con ella. Pero no encontró en toda la casa cerradura alguna en la que cupiera la llave. Desilusionado, volvió a su habitación y dejó la llave dentro de la caja.

Cuando estaba guardando la llave oyó una risa que venía de fuera de la casa. Adrian se asomo a la ventana y vio a una niña, que no tendría más edad que él, sentada en uno de los listones de madera de una valla mientras jugaba con un perro. El niño bajó rápidamente y salió al patio trasero de la casa donde había visto a la niña.

En el patio trasero de la casa había un establo con unos pocos caballos. Al otro lado de la valla de madera se encontraba una extensa campiña verde, por la que salían a cabalgar, y se extendía hasta una arboleda. La niña ya no se encontraba allí, pero oyó su risa dentro del establo.

El establo era una gran nave de madera cruzada a lo largo por un pasillo en el que se encontraban a los lados las caballerizas. En medio del pasillo se encontraba la niña con el perro en brazos.

- Hola ¿Cómo te llamas?
- Anabel
- Yo me llamo Adrian, oye mi madre dice que los niños no debemos entrar aquí.
-Lo siento, mi perrita entro y vine a por ella.

Los niños salieron del establo y se pusieron a jugar con la perrita. Cuando ya estaban cansados se tumbaron en la hierba mirando las nubes. La hija del mayordomo salió a tender la colada y Anabel se levanto cuando la vio.

- Tengo que ayudar a mi mama, luego seguimos jugando ¿Vale?

Anabel se agacho sobre él y le dio un ligero beso en la frente antes de salir corriendo a ayudar a su madre. Con la compañía de Anabel, pasaron los días entre risas y juegos y la pequeña llave de plata continuaba olvidada en el cajón del escritorio. Pero no mucho más tiempo pasaría hasta que Adrian volviera a acordarse de la llave y decidiera enseñársela a Anabel.

Ellos se reunían todas las mañanas en el patio trasero de la casa junto a la valla. Adrian llego con la caja negra que contenía la llave.

- ¿Qué es eso? - pregunto Anabel en cuanto la vio.
- Mira, lo encontré en mi habitación.
Abrió la caja y le enseñó la llave y la nota. La niña cogió la llave mirándola detenidamente.
- ¿Que puerta abre?
- Aun no lo sé, he intentado con todas las puertas de la casa.
- Eso es que aun no has encontrado la puerta que deseas abrir. - dijo Anabel de una manera muy misteriosa echándose a reír unos segundos después.

A Anabel se le cayó la llave y cuando esta dio contra el suelo, se separó el anillo del resto de la llave.

- Oh no, se ha roto, lo siento mucho.

Se agacharon a recoger la llave al mismo tiempo. Sus manos chocaron en el aire y Adrian sintió un pequeño cosquilleo en el lugar donde le había tocado la mano de Anabel. Retiro un poco la mano y cogió el anillo mientras ella recogía la otra parte de la llave. Cuando miró el anillo descubrió que en el lugar por donde se había roto la llave tenía una pequeña gema blanca.

- Mira. - dijo excitado. - No se ha roto, esa parte se desprende. En realidad no es una llave, es un anillo.
- Es precioso. - respondió Anabel mirando aun el anillo.

Adrian se cargó de valor, le cogió su mano y le colocó el anillo.

- Quiero que lo tengas tú. - le dijo mientras ella le miraba con cara de sorpresa.



Los padres de Adrian lo observaban preocupados desde una ventana. Desde que habían llegado a la casa le habían dejado tiempo y espacio pero no veían que el tratamiento tuviera los resultados esperados. No había mejorado en absoluto y seguía viendo cosas que no existían.


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