Un gran sol rojo brillaba en el cielo sobre las
llanuras de Redanvi. Ritza estaba en una pequeña loma. En todas direcciones se
extendía un mar de hierba que se ondulaba al paso del viento. Hacía mucho
tiempo que Tereth creó este mundo para ella, pero se acordaba como si hubiera
sido ayer.
Tereth y Ritza estaban sentados en una piedra que
sobresalía del borde de un acantilado. Por debajo de ellos, a unas decenas de
metros, había una llanura verde salpicada por el rojo de las amapolas. Enfrente, un gran sol rojo se ocultaba por el horizonte. Ritza apoyó la cabeza
sobre el hombro de Tereth y posó una mano sobre su abultada barriga. Tereth
pasó el brazo sobre ella y le colocó la mano sobre la suya entrelazando los
dedos.
- Sigurd. - dijo Tereth mientras le apretaba la
mano.
- Hmm. Me gusta.
Ritza levantó la cara hacia él para encontrarse con
sus ojos mirándola. Recorrieron la escasa distancia que los separaba y unieron
sus labios en un pequeño beso. Ritza volvió a apoyar la cabeza sobre su hombro
suspirando de satisfacción.
- ¿Qué debería crear aquí? - preguntó Ritza.
- Algo que pueda correr a mi lado. -respondió el
viento.
- Algo que me haga temblar a su paso. -respondió la
tierra.
Ritza alzó un brazo y unas líneas de color blanco,
que recordaban a árboles florecientes, comenzaron a dibujarse desde su hombro
hasta la punta de sus dedos. De estas líneas, comenzó a desprenderse volutas de
humo blanco que se concentraron por encima de ellos formando dos esferas de
humo. El humo dejó de manar y las líneas empezaron a desaparecer.
Las dos esferas descendieron hacia la llanura
girando una sobre otra, formando una estela en espiral tras de sí. Las esferas
comenzaron a deformarse cuando llegaron al suelo. Poco a poco iban tomando la
forma de una criatura alta, su cuerpo se elevaba del suelo sobre cuatro patas
terminadas en pezuñas. Estaban cubiertos de un pelaje marrón a excepción del
torso que se alzaba sobre las patas delanteras. La hembra tenía una melena
hasta media espalda de unos tonos más claros de marrón. El macho tenía el pelo
corto y negro.
Ritza bajó la mano hasta colocarla encima de la mano
de Tereth sobre su barriga. Miraba con ojo crítico a las criaturas que acababa
de crear.
- Son preciosas. ¿Cómo las vas a llamar? - le
preguntó Tereth.
- Sabes que no soy buena para los nombres, cariño.
- Centauros.
- Humm. Me gusta.
Ritza cerró los ojos suspirando de satisfacción
mientras las criaturas, ahora bautizadas como centauros, se alejaron galopando
hacia el ocaso. El viento corría a su lado y la tierra temblaba a su paso.
A lo lejos, Ritza podía ver un bosque y en su linde,
como una isla entre el mar de hierba, un grupo de tiendas de pieles. Comenzó a
andar hacia allí. La hierba se ondulaba y apartaba a su paso. Las gotas de rocío
se desprendían de las hojas para mojarle la túnica. Había un agradable aroma en
el ambiente, una mezcla entre el olor de la tierra húmeda y el perfume de las
amapolas.
En las inmediaciones del campamento había una gran
extensión de tierra sin hierba, aplastada bajo las pezuñas de los centauros.
Del grupo de tiendas salió una manada de críos galopando y gritando. Jugaban
atacándose y defendiéndose con palos entre gritos y risas.
Dos chicos se alejaron del grupo intercambiando
golpes. De entre la hierba saltó una leona sobre uno de los críos. El centauro
se alzó sobre las patas traseras e intento cocear a la leona que había clavado
las garras en su lomo y le mordía para cansarlo y que cayera al suelo.
Los centauros galoparon hacia las tiendas entre gritos
de alarma. El que estaba con él golpeó repetidamente a la leona con el palo que
llevaba en la mano. Por la lluvia de golpes, la leona soltó al centauro, se dio
la vuelta y le enseñó los dientes de forma amenazadora al otro chico.
El centauro se echó hacia atrás, cruzando el palo
sobre su pecho mientras el otro intentaba alejarse cojeando. La leona no iba a
dejar escapar a su presa. Volvió a saltar sobre el centauro herido, pero una
flecha la alcanzo en mitad del salto. La leona cayó al suelo y se escabulló
entre la hierba cojeando con un asta de un palmo sobresaliendo del muslo.
Una centáuride, con un arco en la mano, se acercó
galopando al centauro herido. Éste tenía las patas cubiertas de sangre. Trozos
de piel le colgaban del muslo y tenía cortes profundos. Las moscas revoloteaban
alrededor de las heridas, a pesar de los intentos de su cola por espantarlas.
La centáuride le colocó una piel por encima para tapar la herida y, junto al
cojeante centauro, volvieron al campamento.
Éste era un conjunto de tiendas formadas por pieles
sobre un armazón de madera. En el centro había un pequeño claro con una gran
hoguera. La centáuride llevó al pequeño hasta la tienda más grande, la del
sacerdote, el líder y guía espiritual de la manada.
- Tiéndete aquí. - le indicó el sacerdote señalando
sobre una cama de pieles que había preparado.
El sacerdote tenía un cuenco con un líquido negro y
oleoso entre las manos. Se lo dio a beber al centauro que se quedo durmiendo
casi al instante. Con manos diestras, comenzó a retirar trozos de piel y carne
de la herida. Cuando estuvo satisfecho con su trabajo, limpió y cosió la
herida.
- Voy a ponerle una cataplasma en la pata. Cuando
despierte veremos cómo está. Ya solo queda esperar que no se le infecte la
herida. - dijo el sacerdote mientras preparaba las hierbas y le colocaba la
cataplasma.
La centáuride se arrodilló a su lado, sosteniéndole
la cabeza encima de sus patas y acariciándole el pelo. El chico gemía entre
sueños.
Pronto llegaron al campamento cuatro centauros. Uno
de ellos traía, sobre su lomo, el cadáver de un ciervo. Rápidamente lo
destriparon, despellejaron y lo descuartizaron. Una gran porción del ciervo la
pusieron al fuego con un espetón. El sacerdote salió a recibirles y se acercó a
uno de los centauros, al padre del chico. Enseguida, los dos se perdieron
dentro de la tienda. Los demás centauros se enteraron de lo ocurrido por las
centáurides y los jóvenes.
Dentro de la tienda, el centauro se arrodilló al lado
de su pareja y la abrazó por el hombro. El vínculo familiar de los centauros es
extremadamente fuerte. Ahora que estaban juntos, la pareja no se separaría de
su hijo hasta que sanara o muriera. Los miembros de esta pequeña manada eran
comerciantes nómadas e iban de ciudad en ciudad ofreciendo sus mercancías y
servicios, pero, mientras durara esta situación, no levantarían el campamento,
se mantendrían al lado de los afligidos padres.
De debajo de la cataplasma salía un hedor
desagradable. El sacerdote se la quitó y el olor se hizo más penetrante. La
madre le secó las perlas de sudor de la frente. El chico tiritaba, los ojos se
movían en todas direcciones sin pararse en nada y tenía espasmos en la pata. La
herida estaba inflamada y supuraba un pus amarillo pajizo.
- El mordisco de un león es atroz. No puedo hacer más
por él.
El sacerdote le dio a beber el líquido negro y el
centauro volvió a caer inconsciente. El sudor de su frente se mezclaba con las
lágrimas de su madre.
Ritza se acercó a la dolida pareja sin quitar la
vista del muchacho. En sus ojos brillaba una chispa de excitación. Un ligero
rubor le subió a las mejillas. Se lamió los labios, humedeciéndolos. Se
arrodilló al lado del centauro, enfrente de la mujer. Posó su mano sobre el
lomo del chico y los músculos temblaron con el contacto. Unas líneas negras
comenzaron a reptar por sus brazos. Las líneas llegaron hasta la punta de sus
dedos, dibujando, por el camino, formas de árboles marchitos.
Ritza se agachó hacia el chico y su pelo cayó sobre
su cara como una cascada de oro. Los suaves labios de Ritza hicieron contacto
con los de él. Podía notar el calor que desprendía. Inconscientemente, el
centauro abrió la boca, mezclando su cálido aliento con el gélido de Ritza.
Un humo blanquecino salió del centauro y se perdió
en la boca de Ritza. Conforme bajaba por su garganta, iba calentando su cuerpo,
como cuando tomas una taza de chocolate caliente después de un día en la nieve.
Cuando el humo terminó de fluir, el cuerpo inerte del centauro quedó tendido
sobre las pieles. La dolida pareja lloraban abrazados.
Ritza se levantó, salió de la tienda y se quedó
mirando como el sol se escondía por el horizonte. Estaba en medio del
campamento, quieta, con su pelo revoloteando por el viento y en menos de lo que
se tarda en parpadear, desapareció.
Al amanecer, los centauros ya tenían recogido el
campamento, desmontado las tiendas y apagado los fuegos. Tirando de los carros
que llevaban todas sus pertenencias, se pusieron en marcha. Normalmente, la
manada iba hablando, charlando y riendo, incluso aparecían caramillos y flautas
en las manos de los centauros y la música les acompañaba en el camino. Esta vez,
las gargantas estaban secas y las flautas mudas. El sonido de los cascos en la
tierra seca y los carros traqueteando detrás de ellos era lo único que los
acompañaba.
La ciudad de Siga se alzaba sobre un mar de hierba.
Las construcciones de los centauros estaban hechas de arcilla prensada. Un muro
rodeaba la ciudad para mantener alejados a los depredadores. En su interior, la
ciudad tenía calles anchas y edificios altos de una sola planta.
La manada montó el campamento a las afueras de la
ciudad. En otro momento, y con otra situación, montarían tenderetes para vender
sus productos, pero eso podía esperar hasta el día siguiente.
Esa noche, todos se reunieron fuera del campamento.
Los padres del centauro muerto habían hecho una pira en la que habían colocado
al muchacho. El sacerdote se colocó al lado de la pira y aguardo unos segundos,
mirando a su manada, antes de hablar.
- La muerte galopa a nuestro lado. Hoy nos reunimos
ante este triste recordatorio. Pero éste no es el momento de estar tristes,
pues Meelhrim se encuentra ahora galopando por las estepas de Haltysah. Allí se
ha encontrado con sus ancestros, y allí lo volveremos a ver cuando sea nuestro
momento.
Los padres se acercaron con una antorcha en la mano,
y sin decir una sola palabra, prendieron la pira. Primero el sacerdote, y luego
la manada entera, se acercaron y estrecharon a los padres en un fuerte abrazo, consolándoles
y haciéndoles saber que no estaban solos. Otros centauros habían salido de la
ciudad y estaban a una cierta distancia. El rito del paso a la otra vida es muy
íntimo para una manada, todos los centauros lo saben y lo respetan. Solo cuando
la manada termine, y dejen a los padres con la pira, pueden acercarse para
presentar sus respetos. El fuego ardió durante toda la noche, como un pequeño
faro en medio de la oscuridad.
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