sábado, 14 de noviembre de 2015

7 mundos, 7 almas - capitulo 2




Un gran sol rojo brillaba en el cielo sobre las llanuras de Redanvi. Ritza estaba en una pequeña loma. En todas direcciones se extendía un mar de hierba que se ondulaba al paso del viento. Hacía mucho tiempo que Tereth creó este mundo para ella, pero se acordaba como si hubiera sido ayer.



Tereth y Ritza estaban sentados en una piedra que sobresalía del borde de un acantilado. Por debajo de ellos, a unas decenas de metros, había una llanura verde salpicada por el rojo de las amapolas. Enfrente, un gran sol rojo se ocultaba por el horizonte. Ritza apoyó la cabeza sobre el hombro de Tereth y posó una mano sobre su abultada barriga. Tereth pasó el brazo sobre ella y le colocó la mano sobre la suya entrelazando los dedos.

- Sigurd. - dijo Tereth mientras le apretaba la mano.
- Hmm. Me gusta.

Ritza levantó la cara hacia él para encontrarse con sus ojos mirándola. Recorrieron la escasa distancia que los separaba y unieron sus labios en un pequeño beso. Ritza volvió a apoyar la cabeza sobre su hombro suspirando de satisfacción.

- ¿Qué debería crear aquí? - preguntó Ritza.
- Algo que pueda correr a mi lado. -respondió el viento.
- Algo que me haga temblar a su paso. -respondió la tierra.

Ritza alzó un brazo y unas líneas de color blanco, que recordaban a árboles florecientes, comenzaron a dibujarse desde su hombro hasta la punta de sus dedos. De estas líneas, comenzó a desprenderse volutas de humo blanco que se concentraron por encima de ellos formando dos esferas de humo. El humo dejó de manar y las líneas empezaron a desaparecer.

Las dos esferas descendieron hacia la llanura girando una sobre otra, formando una estela en espiral tras de sí. Las esferas comenzaron a deformarse cuando llegaron al suelo. Poco a poco iban tomando la forma de una criatura alta, su cuerpo se elevaba del suelo sobre cuatro patas terminadas en pezuñas. Estaban cubiertos de un pelaje marrón a excepción del torso que se alzaba sobre las patas delanteras. La hembra tenía una melena hasta media espalda de unos tonos más claros de marrón. El macho tenía el pelo corto y negro.

Ritza bajó la mano hasta colocarla encima de la mano de Tereth sobre su barriga. Miraba con ojo crítico a las criaturas que acababa de crear.

- Son preciosas. ¿Cómo las vas a llamar? - le preguntó Tereth.
- Sabes que no soy buena para los nombres, cariño.
- Centauros.
- Humm. Me gusta.

Ritza cerró los ojos suspirando de satisfacción mientras las criaturas, ahora bautizadas como centauros, se alejaron galopando hacia el ocaso. El viento corría a su lado y la tierra temblaba a su paso.



A lo lejos, Ritza podía ver un bosque y en su linde, como una isla entre el mar de hierba, un grupo de tiendas de pieles. Comenzó a andar hacia allí. La hierba se ondulaba y apartaba a su paso. Las gotas de rocío se desprendían de las hojas para mojarle la túnica. Había un agradable aroma en el ambiente, una mezcla entre el olor de la tierra húmeda y el perfume de las amapolas.

En las inmediaciones del campamento había una gran extensión de tierra sin hierba, aplastada bajo las pezuñas de los centauros. Del grupo de tiendas salió una manada de críos galopando y gritando. Jugaban atacándose y defendiéndose con palos entre gritos y risas.

Dos chicos se alejaron del grupo intercambiando golpes. De entre la hierba saltó una leona sobre uno de los críos. El centauro se alzó sobre las patas traseras e intento cocear a la leona que había clavado las garras en su lomo y le mordía para cansarlo y que cayera al suelo.

Los centauros galoparon hacia las tiendas entre gritos de alarma. El que estaba con él golpeó repetidamente a la leona con el palo que llevaba en la mano. Por la lluvia de golpes, la leona soltó al centauro, se dio la vuelta y le enseñó los dientes de forma amenazadora al otro chico.

El centauro se echó hacia atrás, cruzando el palo sobre su pecho mientras el otro intentaba alejarse cojeando. La leona no iba a dejar escapar a su presa. Volvió a saltar sobre el centauro herido, pero una flecha la alcanzo en mitad del salto. La leona cayó al suelo y se escabulló entre la hierba cojeando con un asta de un palmo sobresaliendo del muslo.

Una centáuride, con un arco en la mano, se acercó galopando al centauro herido. Éste tenía las patas cubiertas de sangre. Trozos de piel le colgaban del muslo y tenía cortes profundos. Las moscas revoloteaban alrededor de las heridas, a pesar de los intentos de su cola por espantarlas. La centáuride le colocó una piel por encima para tapar la herida y, junto al cojeante centauro, volvieron al campamento.

Éste era un conjunto de tiendas formadas por pieles sobre un armazón de madera. En el centro había un pequeño claro con una gran hoguera. La centáuride llevó al pequeño hasta la tienda más grande, la del sacerdote, el líder y guía espiritual de la manada.

- Tiéndete aquí. - le indicó el sacerdote señalando sobre una cama de pieles que había preparado.

El sacerdote tenía un cuenco con un líquido negro y oleoso entre las manos. Se lo dio a beber al centauro que se quedo durmiendo casi al instante. Con manos diestras, comenzó a retirar trozos de piel y carne de la herida. Cuando estuvo satisfecho con su trabajo, limpió y cosió la herida.

- Voy a ponerle una cataplasma en la pata. Cuando despierte veremos cómo está. Ya solo queda esperar que no se le infecte la herida. - dijo el sacerdote mientras preparaba las hierbas y le colocaba la cataplasma. 

La centáuride se arrodilló a su lado, sosteniéndole la cabeza encima de sus patas y acariciándole el pelo. El chico gemía entre sueños.

Pronto llegaron al campamento cuatro centauros. Uno de ellos traía, sobre su lomo, el cadáver de un ciervo. Rápidamente lo destriparon, despellejaron y lo descuartizaron. Una gran porción del ciervo la pusieron al fuego con un espetón. El sacerdote salió a recibirles y se acercó a uno de los centauros, al padre del chico. Enseguida, los dos se perdieron dentro de la tienda. Los demás centauros se enteraron de lo ocurrido por las centáurides y los jóvenes.

Dentro de la tienda, el centauro se arrodilló al lado de su pareja y la abrazó por el hombro. El vínculo familiar de los centauros es extremadamente fuerte. Ahora que estaban juntos, la pareja no se separaría de su hijo hasta que sanara o muriera. Los miembros de esta pequeña manada eran comerciantes nómadas e iban de ciudad en ciudad ofreciendo sus mercancías y servicios, pero, mientras durara esta situación, no levantarían el campamento, se mantendrían al lado de los afligidos padres.



De debajo de la cataplasma salía un hedor desagradable. El sacerdote se la quitó y el olor se hizo más penetrante. La madre le secó las perlas de sudor de la frente. El chico tiritaba, los ojos se movían en todas direcciones sin pararse en nada y tenía espasmos en la pata. La herida estaba inflamada y supuraba un pus amarillo pajizo.

- El mordisco de un león es atroz. No puedo hacer más por él.

El sacerdote le dio a beber el líquido negro y el centauro volvió a caer inconsciente. El sudor de su frente se mezclaba con las lágrimas de su madre.

Ritza se acercó a la dolida pareja sin quitar la vista del muchacho. En sus ojos brillaba una chispa de excitación. Un ligero rubor le subió a las mejillas. Se lamió los labios, humedeciéndolos. Se arrodilló al lado del centauro, enfrente de la mujer. Posó su mano sobre el lomo del chico y los músculos temblaron con el contacto. Unas líneas negras comenzaron a reptar por sus brazos. Las líneas llegaron hasta la punta de sus dedos, dibujando, por el camino, formas de árboles marchitos.

Ritza se agachó hacia el chico y su pelo cayó sobre su cara como una cascada de oro. Los suaves labios de Ritza hicieron contacto con los de él. Podía notar el calor que desprendía. Inconscientemente, el centauro abrió la boca, mezclando su cálido aliento con el gélido de Ritza.

Un humo blanquecino salió del centauro y se perdió en la boca de Ritza. Conforme bajaba por su garganta, iba calentando su cuerpo, como cuando tomas una taza de chocolate caliente después de un día en la nieve. Cuando el humo terminó de fluir, el cuerpo inerte del centauro quedó tendido sobre las pieles. La dolida pareja lloraban abrazados.

Ritza se levantó, salió de la tienda y se quedó mirando como el sol se escondía por el horizonte. Estaba en medio del campamento, quieta, con su pelo revoloteando por el viento y en menos de lo que se tarda en parpadear, desapareció.



Al amanecer, los centauros ya tenían recogido el campamento, desmontado las tiendas y apagado los fuegos. Tirando de los carros que llevaban todas sus pertenencias, se pusieron en marcha. Normalmente, la manada iba hablando, charlando y riendo, incluso aparecían caramillos y flautas en las manos de los centauros y la música les acompañaba en el camino. Esta vez, las gargantas estaban secas y las flautas mudas. El sonido de los cascos en la tierra seca y los carros traqueteando detrás de ellos era lo único que los acompañaba.



La ciudad de Siga se alzaba sobre un mar de hierba. Las construcciones de los centauros estaban hechas de arcilla prensada. Un muro rodeaba la ciudad para mantener alejados a los depredadores. En su interior, la ciudad tenía calles anchas y edificios altos de una sola planta.

La manada montó el campamento a las afueras de la ciudad. En otro momento, y con otra situación, montarían tenderetes para vender sus productos, pero eso podía esperar hasta el día siguiente.
Esa noche, todos se reunieron fuera del campamento. Los padres del centauro muerto habían hecho una pira en la que habían colocado al muchacho. El sacerdote se colocó al lado de la pira y aguardo unos segundos, mirando a su manada, antes de hablar.

- La muerte galopa a nuestro lado. Hoy nos reunimos ante este triste recordatorio. Pero éste no es el momento de estar tristes, pues Meelhrim se encuentra ahora galopando por las estepas de Haltysah. Allí se ha encontrado con sus ancestros, y allí lo volveremos a ver cuando sea nuestro momento.

Los padres se acercaron con una antorcha en la mano, y sin decir una sola palabra, prendieron la pira. Primero el sacerdote, y luego la manada entera, se acercaron y estrecharon a los padres en un fuerte abrazo, consolándoles y haciéndoles saber que no estaban solos. Otros centauros habían salido de la ciudad y estaban a una cierta distancia. El rito del paso a la otra vida es muy íntimo para una manada, todos los centauros lo saben y lo respetan. Solo cuando la manada termine, y dejen a los padres con la pira, pueden acercarse para presentar sus respetos. El fuego ardió durante toda la noche, como un pequeño faro en medio de la oscuridad.


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