viernes, 31 de julio de 2015

Dol´Mara, la ciudad de los excesos. - Capítulo 2


Dol´Mara es una ciudad repleta de ruidos, como muchas otras, pero solo de noche. Durante el día, es más bien silenciosa. Cuando los gatos maullaban, se les asustaba con un balde de agua. A los perros se les silenciaba sus ladridos y aullidos con un oportuno puntapié. Los esclavos no se libraban de esta práctica y, por tanto, no solían hablar demasiado. Por eso, cuando un esclavo oyó algo proveniente de un callejón, sintió curiosidad. Cuando logró identificar el ruido como sollozos, su experiencia e instinto le aconsejaron que se alejara de allí, que siguiera su camino y eso fue lo que hizo.
Sola, sentada en una caja de madera, apoyando la espalda en la fría piedra de la pared de una casa, Shariva lloró hasta quedarse sin lágrimas. Su menudo cuerpo temblaba visiblemente. Cuando levantó la cabeza, ya estaba anocheciendo. Se levantó, apoyándose en la pared para no caerse, y salió del callejón. 

La noche cayó deprisa, y la temperatura descendió con ella. Oyó música que provenía de algún lugar y sus pasos la llevaron inconscientemente hacia allí. La música salía de un edificio de dos plantas, las ventanas de la planta baja estaban iluminadas y se podía oír como si mucha gente estuviera hablando y gritando dentro. Le llegó hasta ella un olor a comida que le hizo la boca agua y el estomago rugió en protesta por no haber comido nada en todo el día.

Dos hombres venían hablando por la calle en dirección a la taberna. Shariva se asustó al oírlos y desapareció por un callejón estrecho. En un lateral del callejón había una valla de madera. Shariva se encaramó a la valla con la ayuda de unas cajas y vio que al otro lado había un jardín. Parecía abandonado. La hierba crecía sin control por todas partes y casi había ocultado un camino de piedras negras. Había un árbol seco y marchito. En un lado del jardín se encontraba un pequeño tejadillo de madera, una de las vigas que lo sujetaban se había podrido y cedido bajo el peso que soportaba. Dos ventanas y una puerta de la casa, que daban hacia el patio, estaban cerradas.

Shariva saltó la valla y cayó en el jardín sin hacer casi ruido. Con paso rápido llegó hasta la puerta de madera y trató de abrirla. Apoyó el hombro sobre ella e hizo fuerza. La puerta no se movió ni un milímetro. Tras un par de intentos infructuosos más, desistió. Fue hacia el tejado semiderrumbado y se refugió debajo. Se sentó abrazándose las rodillas y apoyando la cabeza en ellas. Allí, lloró hasta quedarse durmiendo.



Cuando se despertó, el sol estaba bastante alto en el cielo. Lo primero que notó fue el dolor en la espalda por la postura en la que había dormido. Se levantó estirándose y fue entonces cuando notó el vacio de su estomago. Haciendo caso omiso de los rugidos que hacía, apiló un poco de leña, que había debajo del tejado, al lado de la valla para poder saltarla de nuevo. Desde arriba de la valla vio que no hubiera nadie en el callejón y se dejó caer al otro lado. Al salir del callejón miró de nuevo hacia la taberna que se encontraba en silencio. Encima de la puerta había un cartel con el dibujo de un gato. Si Shariva hubiera sabido leer podría haberse enterado de que la taberna se llamaba "La gatita feliz".

Shariva se dispuso a recorrer las calles, mirándolo todo atentamente para acordarse del camino de vuelta a ese pequeño jardín. Al poco tiempo llegó a los muros de la ciudad. Siguiendo las murallas terminó llegando a una de las puertas. Un par de soldados con grandes alabardas estaban apoyados a un lado, hablando entre si y mirando a todo el que pasaba.

En el tiempo que estuvo mirando vio a dos carros entrar en la ciudad. Los soldados apenas le dignaron una rápida mirada. Pero cuando un carro iba a salir, se pusieron en medio del camino con una mano levantada. El hombre que conducía el carro lo detuvó, tras una pocas palabras, que no llegó a oír desde donde se encontraba, les enseñó un pergamino y lo dejaron pasar, no sin antes echar un ojo al contenido del carro.

Shariva no sabía si esa era la puerta por la que habían entrado en la ciudad y, aunque hubiera sido esa, desconocía la dirección y la distancia a la que estaba su granja.  Cuando ya había decidido no arriesgarse a salir de la ciudad e intentar encontrar comida, vio a un hombre que se acercaba hacia la puerta.

El hombre llevaba grilletes en las muñecas y los tobillos, así como otro más grande en el cuello. Los soldados le pararon, al igual que al hombre del carro. El esclavo hizo como que buscaba algo en sus bolsillos. Con un movimiento rápido, le pegó un puñetazo en la cara a uno de los soldados que, como  no se lo esperaba, acabó en el suelo sentado de culo. El hombre echó a correr hacia la puerta, buscando su libertad, y antes de dar dos pasos, el otro soldado se giró y le clavó la punta de la alabarda entre los omoplatos. Shariva apartó la mirada instantes antes del golpe. Cuando volvió a mirar, lo único que quedaba del hombre era la sangre del suelo y los soldados volvían a estar apoyados en el muro hablando entre sí.

Shariva se dio la vuelta y volvió a internarse por las calles de la ciudad.



La ciudad no tenía un mercado en el que se anunciaran los productos a base de gritos. Los mercaderes lo tenían todo bien a la vista y un buen palo en el cinturón por si alguien tuviera los dedos demasiado largos. Aparte de ellos, grupos de soldados hacían rondas entre los tenderetes.

Los ojos de Shariva saltaban de un puesto de comida a otro, dejando totalmente de lado a los puestos en los que se vendían libros, telas, ropas, joyas y demás artículos que no le interesaban demasiado. A un lado del mercado había un pequeño horno de piedra en el que estaban horneando pan. Solo el olor le estaba haciendo la boca agua. Habían puestos con grandes y apetitosas manzanas, con cajas repletas de fresas y fresones, naranjas tan grandes  que no le cabían en sus pequeñas manos. Otros estaban llenos de cestos de nueces, avellanas, castañas, piñones y un sinfín más de frutos secos. El olor de los pasteles de carne le llego antes, incluso, de divisarlos.

El hambre la consumía y el tener tanta comida al alcance de su mano, no la ayudaba. Quería coger algo que llevarse a la boca, pero no se quitaba la sensación de que la observaban, y no le faltaba razón. En todo momento tenia dos ojos sobre ella, ya fuera por parte de los mercaderes o los soldados. Después de un par de vueltas, desistió y salió del mercado con el estomago vacio.



El sol ya estaba cerca del ocaso. Las sombras se alargaban en la ciudad. Pronto, las tinieblas dominarían las calles y callejones de Dol´Mara. Shariva estaba en el pequeño jardín, sentada debajo del tejado semiderruido, abrazándose las rodillas y llorando las pocas lagrimas que le quedaban. El olor de la comida le hizo salir del trance. Éste venía de la taberna, a la salida del callejón. Aunque su cuerpo se había rendido al cansancio y todo su ser quería permanecer allí, se obligó a levantarse y salir del jardín.

El olor la llevó a un nuevo callejón que daba a la parte de atrás de la taberna. De una ventana abierta era de donde procedía el olor. La ventana comunicaba con la cocina. Cuando llegó, unas raspas de pescado salieron volando por la ventana y cayeron sobre un montón de basura. Se abalanzó sobre los restos ávidamente separando con los dedos la poca carne que quedaba entre las espinas. Después de ese pequeño bocado miro por la ventana.

Un hombre gordo con un delantal, que en algún momento había sido blanco, se encontraba removiendo una olla rellena de agua, ahinojo y cangrejos. Una mujer joven entró en la cocina, dejó un plato con los restos de algo que parecía un pollo o un ave similar y salió a toda prisa. El hombre reparó en ella cuando iba a tirar el contenido del plato por la ventana.

- ¿Qué haces ahí, niña?
- Tengo hambre ¿Puede darme algo? - contestó sin apartar la vista de los huesos en los que aun quedaba carne.

El hombre corrió un pesado pestillo y abrió la puerta.

- Pasa. - dijo ofreciéndole el plato.

Shariva entró en la cocina, casi arrebatándole el plato de las manos al cocinero. Se sentó en un pequeño taburete y se dispuso a dar buena cuenta de los restos. Comía rápido, casi sin masticar, como temiendo que de un momento a otro le arrebatarían la comida. El hombre salió de la cocina y volvió al poco rato con un trozo de tela carmesí entre las manos. Shariva ya había terminado con los huesos y se encontraba lamiéndose la grasa de los dedos.

- Toma. Ponte esto. Trabaja aquí y te daré más comida. ¿Trato? - le dijo el hombre tendiéndole un vestido.

Los ojos de Shariva saltaban de la cara del hombre al vestido, y de ahí al plato y vuelta a comenzar. Se levantó y dejó el plato sobre una mesa. Tímidamente, alargó la mano hasta tocar el vestido. Era de seda. Shariva nunca había tocado nada de seda. Se sorprendió por su tacto, tan suave y delicado, toda la ropa en la granja era de lana o lino. El hombre soltó el vestido y ella lo atrajo hacia sí, abrazándolo contra su pecho.

- ¿Cómo te llamas, pequeña?
- No soy pequeña. - protestó haciendo un pequeño mohín con los labios. - Tengo trece años.
- Muy bien. ¿Y cómo  se llama la señorita?
- Shariva. - contestó con un hilo de voz y bajando la mirada.

Una mujer entró en la cocina. Estaba rellenita, tenía las caderas anchas y los senos algo caídos. Sin duda, ya había tenido dos o tres hijos.

- Muy bien, Shariva. Yo me llamo Sylras, soy el dueño de esta taberna. Ella es mi mujer, Leedis. 

Acompáñala, te llevara a una habitación para cambiarte y te explicara lo que debes hacer.
Shariva, aun con el vestido pegado al pecho, fue hacia la mujer y cuando estaba a su lado, se giró.

- Muchas gracias. - dijo mientras se inclinaba hacia delante.

Con ropa nueva, un techo sobre la cabeza, un poco de comida en el estomago y la promesa de más esperándole, Shariva volvía a sonreír. Las cosas comenzaban a mejorar.


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martes, 21 de julio de 2015

La leyenda de Dayagon - Capitulo 19


El sol se alzaba por el horizonte. La luz desplazaba a su paso a la oscuridad, conquistando la ciudad de Vicanor calle a calle. De la ciudad se alzaban columnas de humo, en sus bases solo quedaba ceniza de lo que la noche anterior habían sido las grandes piras. La ciudad rebosaba de vida incluso a estas horas intempestivas. Las ratas corrían por los callejones de vuelta a sus madrigueras acompañadas por sus agudos chillidos. Los perros y los gatos peleaban por las sobras del festín sin razón alguna, ya que había comida suficiente como para alimentarlos a ellos y a parte de la población de Vicanor. Incluso podían verse borrachos que volvían a sus casas sin saber siquiera donde estaban o que la puerta que habían dejado atrás era la suya.

En el puerto unos marineros preparaban un barco entre quejas, maldiciones y juramentos de que no volverían a beber en su vida mientras cargaban barricas de ron en el barco. El capitán Kechard los supervisaba desde el castillo de popa.

- ¡Más brío, zoquetes! ¡Tos sabíais ayer que zarpábamos al amanecer!
- So te falta el látigo capitán. - dijo un marinero que se afanaba en tirar de un cabo.
- ¡Pa darte a ti en los lomos! - le respondió provocando un estallido de carcajadas entre la tripulación.

Un relincho atrajo su atención. Un marinero intentaba que un caballo negro, con una mancha blanca en la testa, subiera a bordo por la estrecha pasarela de madera. El caballo se encabritó y cerca estuvo de tirarle al suelo. Un hombre con una melena roja le quitó la soga e intentó calmar al caballo poniéndole la mano allí donde éste tenía la mancha blanca y hablándole con voz suave. Cuando el caballo se tranquilizó, el hombre lo subió a bordo y lo condujo a la bodega donde ya habían metido al otro caballo blanco que transportarían. 

Por el puerto, se acercaban al barco tres personas, dos hombres que iban hablando entre ellos y un poco por detrás una mujer. Los hombres vestían de una manera parecida. Él que tenía el pelo negro y muy corto llevaba un jubón y calzas de un rojo oscuro, su manera de caminar evidenciaba que era un militar. El otro hombre llevaba un jubón con doble abotonadura amarillo y azul con unas calzas azules, su pelo marrón le caía casi hasta los hombros en pequeñas ondas. La mujer que iba detrás llevaba un chaleco sin mangas anudado por el centro que le llegaba por debajo de los senos dejando la barriga al aire, un pantalón de cuero ceñido y unas botas altas que le llegaban a las rodillas. La melena castaña le caía en ondas hasta media espalda.

- Llevaremos a bordo a una mujer. Lagarto, lagarto. - maldijo Kechard mientras tocaba la baranda de madera con el índice y el meñique.
- Y encima elfa, miraila, miraile esas orejas puntiagudas. - dijo el timonel mientras ponía la mano en una vieja señal para protegerse del mal de ojo.
- Will, enséñales sus camarotes. - le dijo al hombre que antes tiraba de un cabo y ahora estaba terminando de atarlo.

Will interceptó al grupo al final de la pasarela y los llevó bajo cubierta, atrapando por el camino al pelirrojo que acababa de salir de allí. Kechard tocó distraídamente el saquete que llevaba al cinto con el oro que le habían pagado y recordando las órdenes. Dejaría a uno de los hombres y a los dos caballos en el puerto de Hrim-Thain y seguiría con los demás hasta Dreleärdin. Allí los esperaría cuanto fuera necesario para llevarlos a Hagamar, donde se le daría el resto del dinero y una compensación por los días que pasara anc-lado en el puerto elfico.

Al poco rato, el pelirrojo, el militar y la elfa aparecieron de nuevo por cubierta y subieron al castillo de popa. El pelirrojo se apoyó en la borda con los codos escondiendo la cabeza entre los brazos, acompañándolo todo con un gran bostezo. La elfa se puso a su lado, de espaldas, apoyada en la borda, casi sentada en ella.

- ¿Una buena noche? ¿O una mala?
- Un poco de todo, creo. - le respondió con otro bostezo.

El segundo al mando subió al castillo de popa y se colocó al otro lado del timón.

- Todo listo capitán.
- Muy bien. ¡Retirad la pasarela! ¡Soltad las amarras! ¡Levad el ancla! ¡Desplegad las velas!

Las órdenes recorrieron el barco coreadas por los marineros. La pasarela se perdió enseguida, llevada a la bodega a la espera del próximo puerto. Con ayuda de largos bicheros soltaron los cabos que los mantenían conectados al puerto como gruesos cordones umbilicales. La cadena del ancla chirriaba a su paso por la serviola. Todavía goteaba agua del ancla cuando la trincaron al costado del barco. Las velas se extendieron captando el aire e impulsando el barco.

- Timonel, sácanos de aquí.

El puerto de Vicanor era una pequeña bahía artificial hecha por los humanos con dos grandes rompeolas, sobre los que levantaron una muralla. Solo había un punto por el que salir al mar, lo suficientemente ancho como para que pasara un barco, flanqueado por dos faros. El puerto estaba dividido por un farallón que separaba el puerto principal del pequeño puerto del barrio de los pescadores. Al pasar al lado, vieron como una columna de humo se elevaba hacia el cielo.

- ¿Ahí no se encontraba el marino borracho? - preguntó el teniente.
- Sí. ¿Que habrá pasado?
- Se les habrá descontrolado una hoguera - contestó el pelirrojo.
- ¿Quién haría una hoguera en medio del puerto? - preguntó, incrédula, la elfa mientras miraba por encima del hombro.
- ¿Quién sabe? - respondió el pelirrojo instantes antes de otro bostezo, más grande aun que los anteriores.



El Argos surcaba rápido las aguas del Gedra. El tajamar hacia honor a su nombre y separaba las aguas, cortándolas sin encontrar resistencia. Por encima de éste se encontraba el mascarón que tenía la forma de una sirena. Hecho por uno de los mejores ebanisteros de Vicanor, contaba con todo lujo de detalles. Se podían contar cada una de las escamas de la cola, su cara, finamente tallada, tenía los ojos cerrados y los labios entreabiertos, una mano se perdía por su pelo de madera mientras que la otra tapaba pudorosamente un seno. Este mascarón había llegado a las manos del capitán Kechard tras una astuta jugada de cartas. Su segundo al mando, Ferthdon, le preguntó una vez por aquella partida. "Siempre hay que tener un as bajo la manga", fue la respuesta que le dio mientras sacaba una carta con la punta de los dedos. Desde entonces, nunca volvió a jugar con él.

El Argos era el orgullo del capitán Kechard. Tenía 32 metros de eslora. Contaba con tres mástiles cuyas velas hacían del Argos un barco rápido para su tamaño. Sobre la cubierta principal se alzaba el castillo de popa, donde estaba ubicado el timón y desde el que el capitán daba las órdenes. El barco estaba armado con diez balistas capaces de lanzar virotes que abrirían un agujero en el costado de un barco o atravesarían a un hombre limpiamente. En la cubierta principal se hallaban seis montadas sobre raíles para poder cambiar el ángulo de disparo. Parte del suelo se encontraba enjaretado para dar luz y ventilación a los pisos inferiores.

Los camarotes donde iban a dormir se encontraban en el segundo puente, debajo de la cubierta principal. El segundo puente era una gran estancia amplia con los camarotes al fondo. La estancia contaba con cuatro grandes mesas y bancos para sentarse. Allí era donde los marineros descansaban y comían. Ubicadas sobre raíles se encontraban cuatro balistas que dispararían a través de las portas. En uno de los camarotes dormirían Dayagon y Égaran, en el otro estaría Idrial. Killian no necesitaba camarote, pues no llegaría a hacer noche en el barco.

Dayagon, que enseguida trabó amistad con los marineros, se encontraba en una de las grandes mesas del segundo puente jugando con ellos al Roward, un juego de cartas muy popular entre los humanos. El juego consistía en llevarse el mayor número de cartas posibles con la mayor puntuación posible, usando para ello cualquier táctica que se les ocurriera. En la baraja había tanto cartas ofensivas como defensivas, trampas y señuelos, reyes y reinas, espías y soldados, y un sin fin más. En el transcurso del juego se hacían y deshacían alianzas, en un momento ibas ganando y con la carta siguiente perdías. Los marineros se gritaban e insultaban con los puños bien altos y Dayagon no se quedaba atrás. Killian, que nunca la había terminado de gustar el juego, subió a cubierta. Unos cuantos insultos más tarde, Idrial subió tras él.

Killian se encontraba apoyado en la borda de proa, al lado del bauprés. Cuando se acercó a él, miró en la dirección que miraba Killian. Enmarcadas en el horizonte estaban las cordilleras Hrímgundin y Duradmaz, separadas por el desfiladero que unía el mar Gedra con el océano Vellfersa. Desde esta distancia, el desfiladero parecía una simple línea vertical, como si el cielo hubiera separado las cordilleras, internándose en ellas.

Las velas crujían atrapando al viento, un viento que hacía que el pelo de Idrial revoloteara sin control. Idrial se lo sujetó con una cinta de cuero en una coleta, consiguiendo así lograr que no le entrara en los ojos y en la boca, o casi. Miró hacia abajo, viendo como el mar rompía con los costados del barco formando espuma a su alrededor, como el agua saltaba lamiendo las maderas, viendo el mascarón, esa hermosa sirena que le empezó a recordar lo que había pasado la noche anterior bajo otra sirena distinta, una sirena de mármol.

- Lo siento. - balbuceó Idrial. - Por... Por lo de ayer. Yo no...
- No hace falta. - la interrumpió Killian.

Idrial se calló. No sabía cómo interpretarlo. ¿Había sido un corte tajante? ¿Su voz era muy fría o simplemente se lo había imaginado? Killian posó su mano encima de la de ella en la borda. Idrial bajó la mirada nuevamente, no quería mirarlo a los ojos, temía no ver más que hielo, indiferencia y rechazo. Desde anoche, no habían hablado y le preocupaba que la brecha que abrió después de que Killian le robara un beso, se hubiera vuelto a abrir. Sentía la mano de Killian sobre la suya, su calor y ese ligero cosquilleo que surgía de la punta de sus dedos.

Se armó de valor y levantó la vista. Primero hacia las manos, donde se detuvo unos segundos antes de continuar hacia arriba, hacia sus ojos, unos ojos azules muy claros casi blancos, un par de esquirlas de hielo que le transmitían calidez, no frío. Esos ojos le transmitían más que sus palabras, así que se mantuvieron en silencio, dejando a sus ojos hablar entre sí.



El sol estaba alto en el cielo cuando llegaron al puerto de Hrim-Thain y atracaron el barco. El puerto era diferente a los otros que había en Calenda. No tenía pasarelas de madera reptando sobre el mar ni nubes de gaviotas sobrevolándolo. Tampoco había barcos atracados, ni siquiera pequeños botes de pescadores. No había grandes almacenes ni puestos en los que se vendiera pescado.

Los enanos habían construido una plataforma de piedra que se internaba en el mar unos metros para que pudieran atracar los barcos de gran calado. El único edificio que existía era un faro y las únicas personas eran tres enanos que habían salido de éste cuando se aproximaba el barco. El capitán Kechard los saludó con la mano en alto mientras bajaba por la plancha de madera. Los enanos los esperaban en mitad del puerto. El que estaba más adelantado le devolvió el saludo con una ligera elevación de la cabeza con los pulgares aun metidos en el cinturón. Este enano tenía su barba negra recogida en una gran trenza con otras dos más pequeñas que le llegaban a la mitad. El enano, ilustraba a la perfección el dicho de: "Es más fácil saltarte que rodearte". Era una cabeza y media más bajo que el capitán, pero tenía unos hombros anchos y una complexión corpulenta. Llevaba un chaleco amarillo que dejaba los brazos desnudos. Debajo del pelo podían verse grandes músculos. Aunque iba desarmado, a nadie le costaba imaginar que sus puños podían hacer estragos.

Los enanos que tenía detrás, en la misma postura que él, sí iban armados. Dos grandes hachas colgaban de su cinturón. Estos enanos eran más jóvenes que el primero. Se podía calcular la edad de un enano por la longitud de su barba, pues para ellos era una deshonra el cortársela. Ellos tenían una barba corta, así que o eran jóvenes o habían cometido algún delito por el que les habían obligado a cortarse la barba.

Cuando el capitán llegó a su altura, el enano de la larga barba le estrechó la mano en un potente saludo. Cuando habló, lo hizo con una voz grave.

- Buenos días, Kechard. No te esperaba por aquí tan pronto.
- Me salió un trabajito urgente.
- Pues tendrás que esperar. Hay un barco cruzando, todavía le quedara algún tiempo. ¿Qué transportas esta vez?
- Solo personas. - Dijo mientras miraba hacia el barco por el que habían empezado a sacar los caballos de la bodega.
- ¿Personas de cuatro patas? - preguntó levantando una ceja.
- Personas y sus mercancías. Son órdenes del emperador, así que no pregunto. - dijo encogiéndose de hombros y respondiendo así a las posibles preguntas no mencionadas del enano.
- Razón llevas. Vamos, esperemos en el faro, mis hijos nos servirán cerveza. - el enano se dio la vuelta y al ver a los otros dos, les espetó. - ¡¿Aun estáis aquí?! Ya me habéis oído, venga a casa y llenar dos jarras de espumosa.



Dayagon bajó él mismo su caballo del barco. Killian se encontraba en el puerto colocándole los arreos y revisando las alforjas al suyo. Cuando Dayagon llegó hasta él, se subió al caballo.

- Buena suerte, cuídamelo. - le dijo Dayagon dándole las riendas de Rage.
- Gracias y descuida, te estará esperando en Hagamar.

Killian se despidió de Idrial, que les miraba desde la borda, antes de espolear al caballo y salir del puerto por un camino de tierra. Éste serpenteaba a lo largo de la ladera hasta llegar a las puertas de Hrim-Thain. Los enanos eran expertos trabajando la piedra y el metal y su arquitectura era una gran prueba de ello. La entrada a la ciudad era un gigantesco muro incrustado en la montaña con una puerta en el centro, tan grande que podrían pasar cinco enanos uno subido encima de otro. El muro estaba decorado con estatuas de enanos en el suelo y gárgolas en la cima. Tenía muchas ventanas a gran altura, cada ventana flanqueada por una columna y un arco encima. Cuando Killian llegó a la puerta, ésta se encontraba abierta y el gran rastrillo de hierro subido. Frenó un poco al caballo y se internó al paso en la montaña, en Hrim-Thain, en la ciudad que los enanos llamaban hogar.


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viernes, 10 de julio de 2015

Dol´Mara, la ciudad de los excesos. - Capitulo 1


Después de la Gran Batalla del Caos, los elfos que siguieron a Asael fueron hacia el norte dominando a los barbaros humanos que allí habitaban. Se establecieron en clanes liderados por poderosos guerreros que sometían a los demás bajo su voluntad. Los elfos se mezclaron con los humanos diluyendo la sangre elfica con cada generación. Había un clan que no veía esto con buenos ojos, el clan Edhelri. Los elfos de Edhelri se asentaron a los pies de la montaña Thandmoril, a la que nombraron así en honor de su gran líder. Thandmoril le declaró la guerra a los clanes vecinos con un único objetivo en mente, unificar todos los clanes bajo una sola bandera y establecer la supremacía de la pureza de sangre elfica. Uno a uno fue subyugando a los clanes y formo el gran imperio de Adalia.

Cuando la guerra de los clanes terminó, Thandmoril volvió a su poblado con la intención de proclamarlo como su capital. En su ausencia, su hija primogénita, Dol´Mara, se había casado con un mestizo y había abierto las puertas del poblado a lo que él consideraba como seres inferiores. Thandmoril montó en cólera y como castigo ejemplar, empaló a su hija y a su prometido a las puertas del poblado que prendió fuego con todos los mestizos dentro. Se dice que durante todo el tiempo que ardió el poblado podía verse a Thandmoril mirando desde una colina y escuchando los alaridos de terror y dolor. De los cimientos del poblado levantó la ciudad que sería su capital y la llamó Dol´Mara para que nadie olvidara lo que allí aconteció. Decretó que ningún mestizo entrara jamás en la ciudad bajo pena de muerte y les prohibió el acceso a la nobleza. Thandmoril vivió allí hasta el final de sus días gobernando Adalia y, hasta el día de hoy, sus descendientes siguen gobernándola bajo un puño de acero.

Con el paso de los años, Dol´Mara fue agrandándose hasta ocupar el valle que había entre la montaña y el rio Liathas. Thandmoril construyó su palacio en mármol a los pies de la montaña. Alrededor del palacio se extendía el barrio de los nobles más ricos y poderosos y, más allá, el barrio de los menos acaudalados como las familias de los soldados de la ciudad o los comerciantes. La ciudad fue construida en piedra con edificios bajos. Las casas de los nobles eran bastante más grandes, a menudo contaban con una segunda planta y un jardín exterior rodeado por muros.

El rio Liathas era navegable casi hasta su nacimiento, en los grandes glaciares del norte. La ciudad contaba con un gran puerto en este rio y por aquí entraban la gran mayoría de suministros que llegaban a la ciudad. Tras la muerte de Thandmoril, su hijo Nimwen fue coronado emperador y abolió la prohibición de la entrada de mestizos en la ciudad por la presión de los nobles que tenían una gran cantidad de esclavos y por los mestizos que venían con las caravanas comerciales. A pesar de ésto, nunca hubo un acercamiento real entre los mestizos y los elfos.

Dol´Mara fue categorizada por muchos como la ciudad del caos. Muchas de las leyes que regían Adalia no se cumplían aquí. Los nobles vivían de las rentas de las tierras que explotaban sus siervos mestizos y, en la ciudad, se limitaban a divertirse de todas las formas que su mente pudiera organizar. Durante el día, los esclavos hacían todos los recados que les encargaran sus extravagantes amos. Durante la noche, la ciudad cobraba vida con las fiestas de los elfos.

Las tabernas se llenaban y una legión de camareras, esclavas del dueño, les servían cerveza, vino y licores en grandes cantidades y no solo bebida era lo que ofrecían. El segundo piso estaba ocupado por pequeñas habitaciones con una cama como único mobiliario para todo cliente que quisiera pagarlo. Todas las tabernas contaban con un cuadrilátero en el que se organizaban peleas en las que la nobleza apostaba. Grandes fortunas cambiaban de manos en estas peleas. Normalmente, los luchadores eran esclavos del propietario de la taberna, pero, a veces, luchaban mercenarios y soldados en busca de un poco de dinero fácil. Las peleas podían ser hasta la rendición, hasta la primera sangre, hasta la inconsciencia y, muy pocas veces, hasta la muerte.

Los nobles organizaban fiestas en sus casas como una demostración de opulencia y poder. Estas fiestas comenzaban temprano con una copiosa cena. Los esclavos la servían y si cometían el más mínimo error podían ser duramente castigados, hasta con la muerte. Durante las fiestas se consumían grandes cantidades de alcohol y drogas, como el Gil´Dal, y no era muy raro que estas fiestas terminaran con una bacanal de sexo descontrolado. Una práctica, que empezó a difundirse en la ciudad, era la de cubrirse el miembro de Gil´Dal antes del sexo para que así el cuerpo lo asimilara a través de los genitales.

No era raro que estas noches de fiesta en la ciudad terminaran con algún muerto, normalmente por sobredosis y, en menor medida, por peleas de borrachos y robos frustrados.


A unas tres horas de camino a pie se encontraba una granja. La granja era de una familia, sierva de un noble que nunca había salido de Dol´Mara. En el seno de esta familia nació Shariva. Creció en la granja, ayudando a su familia en sus cuidados, y con tan solo trece primaveras ya podía verse la belleza latente en ella. Su pelo dorado caía liso hasta la mitad de la espalda, sus facciones, finamente cinceladas, apenas delataban su origen mestizo, pero lo que más destacaba en su cara eran sus dos grandes ojos de un profundo azul cobalto en los que se podía ver que su inteligencia era aun mayor que su belleza. Desde muy pequeña demostró una gran curiosidad y por culpa de ésta se escondió un día en el carro, en el que su padre y su hermano mayor iban a Dol´Mara a vender, entre un barril de coles y una jaula con tres furiosas gallinas que intentaban picarla si se acercaba demasiado, cosa que pasaba con frecuencia por los baches del camino.

Fue su hermano el que la descubrió cuando empezó a descargar el carro en el almacén de un comerciante mientras su padre ultimaba los detalles de la venta con él. Ragil la agarró de la muñeca e hizo que se bajara del carro.

- ¡Au!, me haces daño. - Dijo Shariva mientras intentaba soltarse de la presa de su hermano.
- Shh. - le chistó su hermano llevándose un dedo a los labios mientras reducía la presión sin llegar a soltarla y miraba hacia dentro del almacén para ver si su padre la había visto. Tirando de ella la metió a un callejón. - ¿Qué haces aquí? Si padre se entera te zurrara con el cinturón.
- Quería ver lo que hacíais y conocer la ciudad.
- No deberías haberlo hecho, este es un lugar peligroso.

Aparecieron dos hombres en el  extremo opuesto del callejón con porras de madera colgadas al cinto confirmando sus palabras.

- Mira Linlo, una parejita. ¿Que estáis haciendo aquí? - dijo el más alto con una sonrisa pintada en la cara.
- Dejadnos en paz, somos comerciantes. - dijo Ragil poniéndose delante de ella
- ¿Has oído? - le preguntó a su compañero dándole un golpe con la mano en el pecho. - Son comerciantes, me gustaría saber lo que vende la chiquilla. Eh chica, ¿Cuál es tu precio?

Shariva retrocedió ante esta pregunta hasta que su espalda chocó contra algo caliente. Ese algo le pasó un brazo por el cuello mientras que con la otra mano le agarró de un seno por casualidad. Shariva dio un pequeño grito que acalló el hombre tapándole la boca. Su nariz se llenó del asqueroso hedor que desprendía el hombre, una mezcla entre sudor, humo, alcohol y arenques escabechados. Al oír el grito, su hermano se dio la vuelta.

- Suéltala. - fue lo único que llego a decir antes de que el hombre alto se le echara encima sujetándolo a el también.

Ragil forcejeó para intentar soltarse del abrazo del hombre hasta que este introdujó una pierna entre las suyas haciéndole una zancadilla que le hizo caer al barro del callejón. El hombre le puso la rodilla en la espalda para que no pudiera levantarse mientras cogía sus brazos para juntarlos por las muñecas y atarlos con la cuerda que le tendía su compañero.

Shariva mordió con todas sus fuerzas la mano que le tapaba la boca hasta que se le llenó de un líquido caliente de sabor metálico. El hombre la soltó con un aullido de dolor y rápidamente salió corriendo del callejón hacia el almacén gritando: "Padre, padre". Thornrion, su padre, salió del almacén y la estrechó entre sus brazos.

- ¿Qué haces aquí, qué te ha pasado? - le preguntó al verla llorando y el reguero de sangre que le deslizaba desde la boca hasta la barbilla goteando en su vestido de lana.
- Unos hombres malos han cogido a Ragil. - respondió entre sollozos mientras señalaba hacia el callejón por el que salían tres hombres arrastrando a su hijo maniatado.

Thornrion cogió  un garrote pequeño que tenía en el carro y se abalanzó hacia ellos. Al primero le dio en la pierna haciendo que cayera de rodillas acompañado de un terrible sonido. El segundo golpe fue a la espalda, tan fuerte que se partió el garrote en dos provocando un sonido aun peor que el anterior y una nube de astillas.

El segundo hombre, que tenía la mano sangrando, esquivó el puñetazo que iba a su cara y le asestó un gancho en la barriga dejándolo sin aire. Dio un paso atrás para ganar algo de espacio y le mandó un puñetazo directo a la mejilla. Thornrion intentó responder con un puñetazo al cuerpo que el hombre paró fácilmente con el codo mientras le daba otro golpe, esta vez en la otra mejilla, que provocó que cayera de espaldas al suelo. Al caer, se golpeó la cabeza nublándosele la vista por lo que no pudo ver como el hombre le agarraba de la camisa levantándole el torso del suelo. Lo primero y último que vio fue el puño del hombre que venía hacia su cara instantes antes de cerrar los ojos por un acto reflejo. El hombre siguió golpeándole varias veces más hasta que le soltó de la camisa dejando tirado en la calle el cuerpo inconsciente.

Shariva chilló viendo a su padre así. El hombre alto señaló hacia ella y le dijo a su compañero mientras ponía en pie a Ragil:

- Cógela, vámonos de aquí antes de que llegue la guardia.

La chica, al oír ésto y ver como se acercaba el hombretón, se dio la vuelta y corrió tan rápido como sus pequeñas piernas le permitían. Corría sin rumbo fijo. Chocó con una persona que llevaba una tinaja entre las manos que se le cayó estampándose contra el suelo y desperdigando aceitunas por toda la calle. Corrió hasta que el pecho le ardía y cuando se detuvó sentía las piernas como si fueran de gelatina y tuvó que sentarse en una caja que había apoyada en la pared. Por fortuna, había escapado de sus perseguidores. Por desgracia, ahora se encontraba sola y perdida en Dol´Mara.