martes, 21 de julio de 2015

La leyenda de Dayagon - Capitulo 19


El sol se alzaba por el horizonte. La luz desplazaba a su paso a la oscuridad, conquistando la ciudad de Vicanor calle a calle. De la ciudad se alzaban columnas de humo, en sus bases solo quedaba ceniza de lo que la noche anterior habían sido las grandes piras. La ciudad rebosaba de vida incluso a estas horas intempestivas. Las ratas corrían por los callejones de vuelta a sus madrigueras acompañadas por sus agudos chillidos. Los perros y los gatos peleaban por las sobras del festín sin razón alguna, ya que había comida suficiente como para alimentarlos a ellos y a parte de la población de Vicanor. Incluso podían verse borrachos que volvían a sus casas sin saber siquiera donde estaban o que la puerta que habían dejado atrás era la suya.

En el puerto unos marineros preparaban un barco entre quejas, maldiciones y juramentos de que no volverían a beber en su vida mientras cargaban barricas de ron en el barco. El capitán Kechard los supervisaba desde el castillo de popa.

- ¡Más brío, zoquetes! ¡Tos sabíais ayer que zarpábamos al amanecer!
- So te falta el látigo capitán. - dijo un marinero que se afanaba en tirar de un cabo.
- ¡Pa darte a ti en los lomos! - le respondió provocando un estallido de carcajadas entre la tripulación.

Un relincho atrajo su atención. Un marinero intentaba que un caballo negro, con una mancha blanca en la testa, subiera a bordo por la estrecha pasarela de madera. El caballo se encabritó y cerca estuvo de tirarle al suelo. Un hombre con una melena roja le quitó la soga e intentó calmar al caballo poniéndole la mano allí donde éste tenía la mancha blanca y hablándole con voz suave. Cuando el caballo se tranquilizó, el hombre lo subió a bordo y lo condujo a la bodega donde ya habían metido al otro caballo blanco que transportarían. 

Por el puerto, se acercaban al barco tres personas, dos hombres que iban hablando entre ellos y un poco por detrás una mujer. Los hombres vestían de una manera parecida. Él que tenía el pelo negro y muy corto llevaba un jubón y calzas de un rojo oscuro, su manera de caminar evidenciaba que era un militar. El otro hombre llevaba un jubón con doble abotonadura amarillo y azul con unas calzas azules, su pelo marrón le caía casi hasta los hombros en pequeñas ondas. La mujer que iba detrás llevaba un chaleco sin mangas anudado por el centro que le llegaba por debajo de los senos dejando la barriga al aire, un pantalón de cuero ceñido y unas botas altas que le llegaban a las rodillas. La melena castaña le caía en ondas hasta media espalda.

- Llevaremos a bordo a una mujer. Lagarto, lagarto. - maldijo Kechard mientras tocaba la baranda de madera con el índice y el meñique.
- Y encima elfa, miraila, miraile esas orejas puntiagudas. - dijo el timonel mientras ponía la mano en una vieja señal para protegerse del mal de ojo.
- Will, enséñales sus camarotes. - le dijo al hombre que antes tiraba de un cabo y ahora estaba terminando de atarlo.

Will interceptó al grupo al final de la pasarela y los llevó bajo cubierta, atrapando por el camino al pelirrojo que acababa de salir de allí. Kechard tocó distraídamente el saquete que llevaba al cinto con el oro que le habían pagado y recordando las órdenes. Dejaría a uno de los hombres y a los dos caballos en el puerto de Hrim-Thain y seguiría con los demás hasta Dreleärdin. Allí los esperaría cuanto fuera necesario para llevarlos a Hagamar, donde se le daría el resto del dinero y una compensación por los días que pasara anc-lado en el puerto elfico.

Al poco rato, el pelirrojo, el militar y la elfa aparecieron de nuevo por cubierta y subieron al castillo de popa. El pelirrojo se apoyó en la borda con los codos escondiendo la cabeza entre los brazos, acompañándolo todo con un gran bostezo. La elfa se puso a su lado, de espaldas, apoyada en la borda, casi sentada en ella.

- ¿Una buena noche? ¿O una mala?
- Un poco de todo, creo. - le respondió con otro bostezo.

El segundo al mando subió al castillo de popa y se colocó al otro lado del timón.

- Todo listo capitán.
- Muy bien. ¡Retirad la pasarela! ¡Soltad las amarras! ¡Levad el ancla! ¡Desplegad las velas!

Las órdenes recorrieron el barco coreadas por los marineros. La pasarela se perdió enseguida, llevada a la bodega a la espera del próximo puerto. Con ayuda de largos bicheros soltaron los cabos que los mantenían conectados al puerto como gruesos cordones umbilicales. La cadena del ancla chirriaba a su paso por la serviola. Todavía goteaba agua del ancla cuando la trincaron al costado del barco. Las velas se extendieron captando el aire e impulsando el barco.

- Timonel, sácanos de aquí.

El puerto de Vicanor era una pequeña bahía artificial hecha por los humanos con dos grandes rompeolas, sobre los que levantaron una muralla. Solo había un punto por el que salir al mar, lo suficientemente ancho como para que pasara un barco, flanqueado por dos faros. El puerto estaba dividido por un farallón que separaba el puerto principal del pequeño puerto del barrio de los pescadores. Al pasar al lado, vieron como una columna de humo se elevaba hacia el cielo.

- ¿Ahí no se encontraba el marino borracho? - preguntó el teniente.
- Sí. ¿Que habrá pasado?
- Se les habrá descontrolado una hoguera - contestó el pelirrojo.
- ¿Quién haría una hoguera en medio del puerto? - preguntó, incrédula, la elfa mientras miraba por encima del hombro.
- ¿Quién sabe? - respondió el pelirrojo instantes antes de otro bostezo, más grande aun que los anteriores.



El Argos surcaba rápido las aguas del Gedra. El tajamar hacia honor a su nombre y separaba las aguas, cortándolas sin encontrar resistencia. Por encima de éste se encontraba el mascarón que tenía la forma de una sirena. Hecho por uno de los mejores ebanisteros de Vicanor, contaba con todo lujo de detalles. Se podían contar cada una de las escamas de la cola, su cara, finamente tallada, tenía los ojos cerrados y los labios entreabiertos, una mano se perdía por su pelo de madera mientras que la otra tapaba pudorosamente un seno. Este mascarón había llegado a las manos del capitán Kechard tras una astuta jugada de cartas. Su segundo al mando, Ferthdon, le preguntó una vez por aquella partida. "Siempre hay que tener un as bajo la manga", fue la respuesta que le dio mientras sacaba una carta con la punta de los dedos. Desde entonces, nunca volvió a jugar con él.

El Argos era el orgullo del capitán Kechard. Tenía 32 metros de eslora. Contaba con tres mástiles cuyas velas hacían del Argos un barco rápido para su tamaño. Sobre la cubierta principal se alzaba el castillo de popa, donde estaba ubicado el timón y desde el que el capitán daba las órdenes. El barco estaba armado con diez balistas capaces de lanzar virotes que abrirían un agujero en el costado de un barco o atravesarían a un hombre limpiamente. En la cubierta principal se hallaban seis montadas sobre raíles para poder cambiar el ángulo de disparo. Parte del suelo se encontraba enjaretado para dar luz y ventilación a los pisos inferiores.

Los camarotes donde iban a dormir se encontraban en el segundo puente, debajo de la cubierta principal. El segundo puente era una gran estancia amplia con los camarotes al fondo. La estancia contaba con cuatro grandes mesas y bancos para sentarse. Allí era donde los marineros descansaban y comían. Ubicadas sobre raíles se encontraban cuatro balistas que dispararían a través de las portas. En uno de los camarotes dormirían Dayagon y Égaran, en el otro estaría Idrial. Killian no necesitaba camarote, pues no llegaría a hacer noche en el barco.

Dayagon, que enseguida trabó amistad con los marineros, se encontraba en una de las grandes mesas del segundo puente jugando con ellos al Roward, un juego de cartas muy popular entre los humanos. El juego consistía en llevarse el mayor número de cartas posibles con la mayor puntuación posible, usando para ello cualquier táctica que se les ocurriera. En la baraja había tanto cartas ofensivas como defensivas, trampas y señuelos, reyes y reinas, espías y soldados, y un sin fin más. En el transcurso del juego se hacían y deshacían alianzas, en un momento ibas ganando y con la carta siguiente perdías. Los marineros se gritaban e insultaban con los puños bien altos y Dayagon no se quedaba atrás. Killian, que nunca la había terminado de gustar el juego, subió a cubierta. Unos cuantos insultos más tarde, Idrial subió tras él.

Killian se encontraba apoyado en la borda de proa, al lado del bauprés. Cuando se acercó a él, miró en la dirección que miraba Killian. Enmarcadas en el horizonte estaban las cordilleras Hrímgundin y Duradmaz, separadas por el desfiladero que unía el mar Gedra con el océano Vellfersa. Desde esta distancia, el desfiladero parecía una simple línea vertical, como si el cielo hubiera separado las cordilleras, internándose en ellas.

Las velas crujían atrapando al viento, un viento que hacía que el pelo de Idrial revoloteara sin control. Idrial se lo sujetó con una cinta de cuero en una coleta, consiguiendo así lograr que no le entrara en los ojos y en la boca, o casi. Miró hacia abajo, viendo como el mar rompía con los costados del barco formando espuma a su alrededor, como el agua saltaba lamiendo las maderas, viendo el mascarón, esa hermosa sirena que le empezó a recordar lo que había pasado la noche anterior bajo otra sirena distinta, una sirena de mármol.

- Lo siento. - balbuceó Idrial. - Por... Por lo de ayer. Yo no...
- No hace falta. - la interrumpió Killian.

Idrial se calló. No sabía cómo interpretarlo. ¿Había sido un corte tajante? ¿Su voz era muy fría o simplemente se lo había imaginado? Killian posó su mano encima de la de ella en la borda. Idrial bajó la mirada nuevamente, no quería mirarlo a los ojos, temía no ver más que hielo, indiferencia y rechazo. Desde anoche, no habían hablado y le preocupaba que la brecha que abrió después de que Killian le robara un beso, se hubiera vuelto a abrir. Sentía la mano de Killian sobre la suya, su calor y ese ligero cosquilleo que surgía de la punta de sus dedos.

Se armó de valor y levantó la vista. Primero hacia las manos, donde se detuvo unos segundos antes de continuar hacia arriba, hacia sus ojos, unos ojos azules muy claros casi blancos, un par de esquirlas de hielo que le transmitían calidez, no frío. Esos ojos le transmitían más que sus palabras, así que se mantuvieron en silencio, dejando a sus ojos hablar entre sí.



El sol estaba alto en el cielo cuando llegaron al puerto de Hrim-Thain y atracaron el barco. El puerto era diferente a los otros que había en Calenda. No tenía pasarelas de madera reptando sobre el mar ni nubes de gaviotas sobrevolándolo. Tampoco había barcos atracados, ni siquiera pequeños botes de pescadores. No había grandes almacenes ni puestos en los que se vendiera pescado.

Los enanos habían construido una plataforma de piedra que se internaba en el mar unos metros para que pudieran atracar los barcos de gran calado. El único edificio que existía era un faro y las únicas personas eran tres enanos que habían salido de éste cuando se aproximaba el barco. El capitán Kechard los saludó con la mano en alto mientras bajaba por la plancha de madera. Los enanos los esperaban en mitad del puerto. El que estaba más adelantado le devolvió el saludo con una ligera elevación de la cabeza con los pulgares aun metidos en el cinturón. Este enano tenía su barba negra recogida en una gran trenza con otras dos más pequeñas que le llegaban a la mitad. El enano, ilustraba a la perfección el dicho de: "Es más fácil saltarte que rodearte". Era una cabeza y media más bajo que el capitán, pero tenía unos hombros anchos y una complexión corpulenta. Llevaba un chaleco amarillo que dejaba los brazos desnudos. Debajo del pelo podían verse grandes músculos. Aunque iba desarmado, a nadie le costaba imaginar que sus puños podían hacer estragos.

Los enanos que tenía detrás, en la misma postura que él, sí iban armados. Dos grandes hachas colgaban de su cinturón. Estos enanos eran más jóvenes que el primero. Se podía calcular la edad de un enano por la longitud de su barba, pues para ellos era una deshonra el cortársela. Ellos tenían una barba corta, así que o eran jóvenes o habían cometido algún delito por el que les habían obligado a cortarse la barba.

Cuando el capitán llegó a su altura, el enano de la larga barba le estrechó la mano en un potente saludo. Cuando habló, lo hizo con una voz grave.

- Buenos días, Kechard. No te esperaba por aquí tan pronto.
- Me salió un trabajito urgente.
- Pues tendrás que esperar. Hay un barco cruzando, todavía le quedara algún tiempo. ¿Qué transportas esta vez?
- Solo personas. - Dijo mientras miraba hacia el barco por el que habían empezado a sacar los caballos de la bodega.
- ¿Personas de cuatro patas? - preguntó levantando una ceja.
- Personas y sus mercancías. Son órdenes del emperador, así que no pregunto. - dijo encogiéndose de hombros y respondiendo así a las posibles preguntas no mencionadas del enano.
- Razón llevas. Vamos, esperemos en el faro, mis hijos nos servirán cerveza. - el enano se dio la vuelta y al ver a los otros dos, les espetó. - ¡¿Aun estáis aquí?! Ya me habéis oído, venga a casa y llenar dos jarras de espumosa.



Dayagon bajó él mismo su caballo del barco. Killian se encontraba en el puerto colocándole los arreos y revisando las alforjas al suyo. Cuando Dayagon llegó hasta él, se subió al caballo.

- Buena suerte, cuídamelo. - le dijo Dayagon dándole las riendas de Rage.
- Gracias y descuida, te estará esperando en Hagamar.

Killian se despidió de Idrial, que les miraba desde la borda, antes de espolear al caballo y salir del puerto por un camino de tierra. Éste serpenteaba a lo largo de la ladera hasta llegar a las puertas de Hrim-Thain. Los enanos eran expertos trabajando la piedra y el metal y su arquitectura era una gran prueba de ello. La entrada a la ciudad era un gigantesco muro incrustado en la montaña con una puerta en el centro, tan grande que podrían pasar cinco enanos uno subido encima de otro. El muro estaba decorado con estatuas de enanos en el suelo y gárgolas en la cima. Tenía muchas ventanas a gran altura, cada ventana flanqueada por una columna y un arco encima. Cuando Killian llegó a la puerta, ésta se encontraba abierta y el gran rastrillo de hierro subido. Frenó un poco al caballo y se internó al paso en la montaña, en Hrim-Thain, en la ciudad que los enanos llamaban hogar.


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