domingo, 12 de abril de 2015

La leyenda de Dayagon - Capítulo 18

La ciudad de Vicanor se preparaba para el solsticio de invierno, la noche más larga del año. La gente trabajaba en las plazas amontonando la madera para las grandes hogueras que iluminarían la noche. Aunque, oficialmente, la fiesta comenzaba al caer el sol, durante todo el día se acumulaba la comida en grandes mesas desde las que se ofrecían a todo el que quisiera. Los juglares, pagados por el emperador, tocaban y cantaban en las calles, inundando la ciudad de Vicanor con su música.

Dayagon andaba por las calles de Vicanor, viendo como las decoraban con banderines y telas de colores. Llegó a una plaza y se acercó a una de las mesas de comida donde le sirvieron un guiso espeso utilizando una gran hogaza de pan como cuenco. Iba comiendo mientras se dirigía al barrio de los pescadores, un barrio con callejas estrechas de tierra embarrada, unas pocas tenían listones de madera medio podridos por la humedad. Las casas eran pequeñas, construidas con listones de madera. El barrio tenía un pequeño puerto independiente del gran puerto principal de Vicanor. Allí, en el muelle, se encontraba una posada, El marino borracho.

El interior de la vieja posada de madera recordaba a la bodega de un barco. Las paredes estaban adornadas con remos y redes. La sala estaba tenuemente iluminada, sillas y mesas de madera se agrupaban sin orden aparente. Un murmullo, proveniente de las conversaciones de los clientes, cargaba el ambiente. Dayagon cruzó la sala bajo la mirada del camarero, un hombre gordo y medio calvo con una camisa de tirantes que antaño había sido blanca. Dayagon entró al reservado de la posada, una pequeña habitación con una mesa en el centro y bancos en las paredes que estaba separada de la sala por una cortina negra.
                                                                                                                
En el reservado había un hombre con una muchacha sentada en sus rodillas. La pareja, que no esperaban visitas, tardaron poco en reaccionar ante la intrusión de Dayagon. La muchacha se levantó sonrojada y salió de allí rápidamente mientras se colocaba bien la ropa.

- ¿Que quieres? Dayagon. Estaba ocupado.
- Tengo entendido que me andas buscando, Nimen.
- ¿Quien te lo ha dicho?
- Me encontré ayer con Mancar y un chico que no conozco y me lo comentaron.
- Así que eso es lo que les ha pasado - dijo en un susurro mientras se echaba hacia delante apoyando los codos en la mesa y entrelazando las manos. - Les dije a mis chicos que te buscaran, porque hace tiempo, un hombre con el pelo rojo y una elfa mataron en el camino que va a Onsbergh a unos hombres de Jentho y ha puesto precio a sus cabezas ¿No sabrás nada, por casualidad?
- La verdad es que no, no sé quién habrá podido ser. Si me entero de algo, vendré a decírtelo. No hace falta que envíes a tus matones a buscarme, sabré encontrarte. - dijo con una sonrisa en la cara que nada tenía de amistosa.

Dayagon dejó allí a Nimen y salió de la posada. La noche ya había caído, las estrellas apenas se veían por culpa de las nubes que había en el cielo, pero entre ellas podía verse una gran luna blanca. Dayagon se dirigió al centro de la ciudad a disfrutar de la fiesta.



Killian estaba en el vestíbulo de la mansión esperando a Idrial. Vestía unas botas marrones del mismo color que las calzas y una casaca marrón con detalles verdes y botones dorados. Killian estaba nervioso, no le gustaban las fiestas en la corte, solo eran una excusa para el juego de influencias entre los nobles. Estaba tan sumido en sus pensamientos que no se dio cuenta de que Idrial bajaba por la escalera hasta que iba más allá de la mitad. Al verla se esfumaron todos sus pensamientos. Idrial llevaba puesto el traje verde que le había regalado. Se había recogido el pelo dejando bien a la vista sus orejas de elfa.

- Estas preciosa. - dijo Killian cuando Idrial llego al pie de la escalera.
- Gracias. - le respondió bajando levemente la vista durante un segundo.
- Vamos, iremos a palacio en carroza. - dijo mientras abría la puerta a la calle.

El palacio de la ciudad de Vicanor se encontraba en la colina más alta de la ciudad. Estaba rodeado por una muralla con una sola puerta que está vigilada día y noche. Un camino de baldosas blancas une la puerta de entrada de palacio y la puerta de la muralla. A los lados de este camino se extienden unos jardines formados por grandes parterres de flores. Tres grandes enredaderas cruzan el camino formando un arco verde salpicado por los colores de sus flores, unas rojas, otras blancas y las ultimas amarillas. Del camino de baldosas parten unos cuantos caminos de piedras blancas que se internan en el jardín.

Killian e Idrial cruzaron el camino pasando por debajo de los tres arcos y llegaron a la puerta del palacio que se encontraba abierta. Un hombre les paró preguntándoles su nombre y cuando los encontró en la lista los dejo pasar con una ligera reverencia.

La sala del trono tenía unas galerías a ambos lados separadas por columnas y arcos de mármol. En estas galerías habían colocado largas mesas repletas de comida para dejar el amplio espacio interior para bailar. En la sala había un palco desde el cual un grupo de músicos tocaba para los invitados. Un par de bufones hacían piruetas y cabriolas por la sala y en el centro bailaban unas cuantas parejas. Al final se encontraba el trono del emperador que controlaba la sala desde su posición elevada sobre una tarima de cuatro escalones.

El salón estaba lleno de humanos, toda la aristocracia humana estaba presente jugando al juego de influencias. La corte era casi tan peligrosa como un campo de batalla y, aun así, Killian se encontraba más cómodo en este último. Casi todos vestían de una manera muy parecida. Las mujeres llevaban vestidos largos de muy diversos colores. Los hombres llevaban unos zapatos casi sin suela, calzas, camisa y un chaleco, cada uno con una combinación de colores que no se alejaba mucho del de sus señoras.

Killian e Idrial estaban dando una vuelta por la sala cuando les detuvo un hombre vestido de bermellón con una mujer a juego a su lado.

- Feliz solsticio, Killian. Mi hija mayor te manda recuerdos, este año no ha podido venir.
- Igualmente señor Ferdoc, es una lástima lo de su hija, me habría gustado bailar con ella. En otra ocasión será. - dijo despidiéndose de él mientras huía cogiendo de la mano a Idrial entre la gente.
- ¿Quien era? - le preguntó Idrial cuando se alejaron de la pareja.
- El conde de Bribald, lleva un tiempo queriendo que me case con su hija mayor para mejorar la posición de su familia.
- ¿Tanto prestigio tienes?
- Por desgracia, mi apellido sí.

Muchos nobles saludaban a Killian, pero nunca hablaban con ellos durante mucho tiempo. Esto, en gran parte, era debido porque Killian siempre encontraba algo que hacer al otro lado de la sala.

- ¿Quieres bailar? - le pregunto Killian a Idrial cuando estaban cerca del centro del salón.
- No sé bailar esto. - respondió Idrial mientras miraba a las parejas que bailaban.
-Es muy sencillo. Sígueme, yo te guio.

Killian la arrastró antes de que pudiera negarse. La sujetó con su mano derecha en su cadera y con su otra mano cogió la diestra de Idrial sujetándola en alto mientras le indicaba que le agarrara a él del hombro. En esa posición iniciaron un baile lento, al compas de la música, en el que giraban sobre sí mismos mientras se desplazaban junto a todas las demás parejas. Idrial se dejó llevar por las expertas manos de Killian. La música se aceleraba poco a poco. Idrial la sentía dentro de sí, vibrando, instigándole a ir cada vez más rápido. Mientras bailaba se olvidó completamente de la sala, de toda la nobleza humana, del solsticio. Solo estaba ella, Killian y la música. De pronto, cuando la música llego a su punto más álgido, cesó. Se detuvieron y durante un instante solo existieron ellos dos, mirándose a los ojos mientras recuperaban el aliento. Se separaron, aun cogidos de la mano, y se alejaron de la zona de baile.

Una pareja se les acercó. Vestían unos trajes acorde a la moda de la nobleza humana pero visiblemente mucho más lujosos que los de las personas que habían saludado a Killian antes. Los trajes eran purpuras, con detalles bordados con hilo de oro y plata.

- Feliz solsticio, Killian. - dijo el emperador con una ligera inclinación de cabeza.
- Igualmente, majestad. - Killian le devolvió el saludo con una reverencia.

La emperatriz tenía unas facciones delicadas, su pelo negro le caía en bucles hasta media espalda y un revoltoso mechón le caía sobre el ojo izquierdo pese a los fútiles intentos de ella por apartarlo.

- Veo que sigues sabiendo bailar, hermano.
- Tuve una buena maestra, pero no todo el merito es mío. Tengo una buena acompañante. - dijo trayendo hacia si a Idrial.
- Feliz solsticio majestades. - dijo Idrial con una complicada reverencia.
- Vaya, no solemos tener elfos por aquí. - dijo Sephsa, la emperatriz, mirándola de arriba a abajo. - Feliz solsticio.
- Feliz solsticio. Aun nos queda mucha gente por saludar. Disfrutar de la fiesta. - se despidió Carthas, el emperador.

Carthas se alejó de ellos hacia otra pareja y Sephsa se apresuró a seguirlo. Killian e Idrial repitieron las reverencias. La emperatriz pasó al lado de Killian y le dijo en voz baja:

- Espero que no hayas perdido la sensatez en el campo de batalla.

Sephsa se alejó de ellos sin esperar una respuesta. Killian se irguió mirando alrededor, viendo como una multitud de ojos los miraban y se apartaban al paso de su mirada.

- El ambiente está muy cargado, necesito un poco de aire. ¿Vamos fuera?

Idrial asintió y se abrieron paso entre la multitud hacia las puertas de salida. Durante el trayecto, ningún noble paró a Killian para hablar.



El territorio de Adalia nunca había sido cartografiado por manos humanas. Se extendía hacia el norte, hasta los inexplorados páramos helados. Su capital, la ciudad de Dol'Mara, se levantaba a los pies de la montaña Thandmoril. En la cumbre de la montaña se encontraba una repisa a la que se podía llegar por una estrecha y sinuosa senda. En esta repisa estaba la entrada al corazón de la montaña. Las paredes alrededor de la cueva estaban decoradas con columnas talladas en la piedra con imágenes de calaveras y demonios. Situada encima de la cueva se encontraba la talla de una gran cara de demonio, con grandes cuernos hacia atrás y la boca abierta enseñando unos dientes afilados como dagas.

La emperatriz y un grupo de elfos llegaron a la repisa. Targriel estaba vestida con dos prendas ligeras de seda roja. En la parte superior, la prenda le tapaba el pecho dejando descubierto un gran escote y el estomago, tenía unas mangas que llegaban a taparle las manos dejando los dedos libres, un cuello acampanado hasta las orejas y, cosida a los hombros, una capa de tela vaporosa. La otra prenda era una falda hasta la rodilla con un vuelo que llegaba desde la parte exterior de una pierna a la otra, dejando la parte delantera al descubierto, y se unía al trozo de tela que desaparecía entre sus piernas y tapaba sus intimidades. La falda se ajustaba a su figura mediante una cadenilla de plata y del mismo material era las joyas que portaba, un colgante de una calavera con cuernos, pequeños pendientes, una pequeña tiara y una pulsera en forma de serpiente que le reptaba por todo el antebrazo. A pesar de lo escueto de sus ropas, apenas sentía el frio de la noche.

Los elfos que acompañaban a la emperatriz encendieron un fuego en la repisa. Solo la emperatriz podía entrar en la cueva, ellos la esperarían hasta que saliera. La luz del fuego iluminó la repisa pero no logró penetrar ni un centímetro en la oscuridad de la cueva. Targriel tragó saliva y se internó en la oscuridad con paso firme.

La cueva era opresiva, el techo estaba a escasos centímetros de su cabeza. Sentía una presencia a su alrededor, la tanteaba y se retiraba intentando encontrar un lugar vulnerable por el que entrar en ella y atenazar su corazón con el miedo. Targriel fortaleció su mente y en ningún momento ralentizo el paso. La pequeña cueva daba paso a una gran bóveda con grandes columnas de piedra que sostenían el techo. Cuando Targriel salió de la cueva y entró en la bóveda dos antorchas que estaban incrustadas en las columnas se encendieron y dejó de sentir esa oscura presencia.

Las antorchas se iban encendiendo a su paso y rápidamente llego al final de la bóveda donde había un gran trono de piedra. Delante del trono había un altar con un cáliz de bronce decorado con cabezas demoniacas y una daga curva a su lado. Targriel cogió la daga, se hizó un corte en la palma de la mano y apretó el puño llenando el cáliz con sangre que comenzó a salir por los ojos de los demonios que lo decoraban. La sangre se deslizaba por el cáliz hasta la base donde se filtraba por pequeños agujeros hacia el interior del altar.

De la nada apareció una bruma ocupando el trono de piedra. Dentro de la bruma había un pequeño orbe oscuro que fue extendiéndose apartando la bruma. Iba cambiando su forma hasta adoptar una forma humanoide sentada en el trono. No se podía distinguir nada más allá de su silueta oscura. Targriel se arrodilló mirando al suelo, viendo como el humo que fluía desde el trono se arremolinaba alrededor de sus piernas.

- Levanta. - dijo la silueta oscura.

Targriel escuchó la voz como si estuviera en diferentes sitios a la vez. El eco es algo normal donde estaba, pero esa voz tenía algo sobrenatural, algo que hizo que un escalofrió recorriera su columna. Targriel se levantó evitando mirar fijamente al ser que ocupaba el trono. El humo que fluía a su alrededor estaba en continuo movimiento, formaba calaveras humanas y de bestias de afilados dientes en el aire que instantes después se deshacían para volver a formar otras. 

Targriel, Emperatriz de Adalia.

- ¿Que quieres?
- Mi señor, tu pueblo ha sido atacado, los humanos han hecho sangrar a tus hijos.
- Imagino que habrás hecho algo al respecto. ¿No?
- He preparado al ejército. Vengo a solicitar su ayuda en la batalla.
- El crimen de los humanos no ha de quedar impune, mucho tiempo les he permitido vivir ya. Vete y aplástalos.



Los jardines que había alrededor del palacio de Vicanor eran extensos. Los caminos de piedrecitas blancas que se internaban en el estaban flanqueados por grandes parterres formando un laberinto de muros verdes salpicados con los colores de las flores. En general, estos caminos eran estrechos, pero había zonas donde se ensanchaban, a menudo con bancos de madera y en los grandes claros podía encontrarse fuentes de piedra con muy diversas tallas del mundo marino desde peces hasta delfines y sirenas. Algunos caminos se internaban en túneles hechos a base de enredaderas y llenos de recovecos y zonas amplias que daban bastante intimidad a las parejas.

Killian e Idrial llegaron a uno de los claros con una fuente y un estanque en el centro. La talla de esta fuente era la de una sirena encaramada a una roca sosteniendo sobre su hombro un jarrón del que salía un caño de agua. El agua de la fuente alimentaba un pequeño estanque que contenía pequeños peces de colores. Idrial se sentó en el borde del estanque jugueteando con la mano en el agua y Killian se sentó a su lado.

- No me habías dicho que tu hermana era la emperatriz
- Mi padre la caso con el segundo hijo del emperador para reforzar nuestro apellido. Pero en un accidente de caza el primogénito murió. Unos años después, Carthas fue coronado emperador y mi hermana emperatriz. - Killian metió la mano en el agua fría junto a la de Idrial, rozándola de vez en cuando, mientras seguía hablando. - Yo me había criado con ella, pero comenzamos a distanciarnos cuando se casó. Después de heredar y que liberara a los esclavos, mi apellido no cayó en desgracia solo por ella. Es algo que nunca acepto, siempre le gustó la corte y sus juegos.
- Quizá no debía haber venido contigo. Dejarte ver públicamente con una elfa.
- Tonterías. - dijo Killian cortándola a media frase y cogiendo su mano bajo el agua. - Yo no juego con sus reglas, tengo las mías.

Killian puso su mano libre en la cadera de Idrial. Lentamente acercó su cara a la de ella, tan cerca que podía notar su aliento en la piel. Cerró los ojos, dispuesto a recorrer el poco espacio que los separaba hasta que sus labios se tocaran y cuando estaba a punto de besarla, Idrial se separó de él, empujándole del pecho con la mano mientras que decía un tímido no con la voz entrecortada.


- Lo siento. - musitó Killian mientras se echaba hacia atrás y miraba al cielo, allí, entre las nubes, se podía ver una luna rojiza, sin ninguna duda, un mal augurio.


--------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------
Si os ha gustado el capítulo, recordar, dar like, suscribiros y comentar por aquí, por mi facebook Dayagon Elric o por twitter @dayagonworld muchas gracias a todos.