La gravilla rechinó bajo los neumáticos del coche. Mas
allá del aparcamiento se extendía un prado verde poblado por un bosque de
lapidas grises. El cementerio ondulaba hasta llegar a un lago. El conductor, un
hombre de treinta y algunos años, bajó del coche. El hombre, que se llamaba Alan,
iba vestido con un traje negro, sencillo. Alan elevó los ojos al cielo, mirando
con preocupación las negras nubes que amenazaban tormenta. Antes de cerrar el coche,
sacó un pequeño paraguas negro. Con paso lento, se internó entre las lapidas
evitando mirar las inscripciones.
La superficie del lago estaba en calma, como si
fuera un gran espejo que alguien hubiera dejado olvidado allí. Unas pequeñas
gotas rompieron esta calma. Al principio, pocas y aisladas creando ondas.
Instantes después, toda la superficie comenzó a bullir, como si alguien hubiera
tirado miles de bolitas de hierro a la vez. A nadie le sorprendió la llegada de
la lluvia. Quizá les sorprendieran la intensidad con la que comenzó a caer. Pero
desde luego, no el hecho de que lloviera.
Alan abrió su paraguas y siguió andando, acompañado
por el repiqueteo de las gotas de lluvia en la tela. Se dirigía hacia un mar de
paraguas negros. En el centro, como una solitaria isla, había un ataúd colocado
sobre la tumba en la que descansaría y a su lado un cura vestido con una sotana
negra, totalmente calada. Aun se encontraba lejos, pero podía escuchar al cura
oficiando la ceremonia. Su voz le llegaba muy atenuada por el ruido de la
lluvia y no entendía lo que estaba diciendo.
Alan se resbaló por culpa del barro y se apoyó en
una lapida para no caer. Sus ojos se apartaron del funeral durante un segundo,
pero el tiempo suficiente para que la visión de una mujer en lo alto de una
pequeña loma captara su atención. La mujer estaba de pie entre dos lapidas. Sola.
Sin paraguas. Mirando el funeral. Alan se acercó a ella. Vestía una túnica
negra, totalmente mojada. Su pelo rubio se pegaba a su cabeza por el agua.
Cuando llegó hasta ella la cubrió con su paraguas. La mujer le miró apenas un
instante y volvió a girar la cabeza para contemplar el funeral. No necesito más
que ese instante para ver, debajo de unas largas pestañas en las que se
acumulaban pequeñas gotas, dos ojos verdes como si fueran esmeraldas. Dos ojos
verdes que lo habían perdido todo en la vida y no lo lamentaban. Dos ojos
verdes en cuyo centro ardía la llama de la gula y la lujuria. Dos ojos verdes
que silenciaron las palabras que iban a salir de su boca.
Durante unos minutos estuvieron los dos allí de pie.
Entre dos lapidas. En medio de la lluvia. En medio de un silencio. Ella miraba
el mar de paraguas negros. Él la miraba a ella. Para sorpresa de él, fue ella
quien rompió el silencio.
- ¿Lo conocías?
Su voz le llegó como el suave roce de un terciopelo.
Apenas un susurro. Le llevó unos instantes responder. Instantes en los que se
planteó si lo que había escuchado era el sonido del viento mezclado con la
lluvia o solamente su imaginación.
- Si, era un amigo. Un buen amigo.
- Lo siento.
Esta vez habló un poco más alto, o quizá la lluvia había
amainado un poco y había menos ruido. Esta vez le llegó más clara esa voz aguda
y fría que le provocó un escalofrió. Alan apartó la vista de ella, volviéndose
hacia el entierro.
- ¿Tu lo conocías?
- Solo lo vi una vez. Intercambiamos unas palabras.
Nos besamos. Y se acabo.
Alan se giró para volver a mirarla, pero a su lado
no había nadie. Se dio la vuelta. Desde donde estaba se podía ver casi todo el
cementerio, pero no encontró ni rastro de ella.
Se quedó solo. En la cima de la loma. Bajo la
lluvia. Entre dos lapidas.
Alan empujaba un carro por los pasillos del supermercado
mientras tatareaba una canción en voz baja. Paseaba la mirada por los productos
de las estanterías y de vez en cuando se paraba para echar alguno al carro. Entre
bolsas de patatas fritas vio dos ojos esmeraldas mirándole. Rápidamente, dejo
el carro y se asomo al pasillo contiguo para descubrir, ante su asombro, que
estaba vacío.
Alan andaba por la calle cuando oyó una risa fría y
aguda, que hizo que un escalofrió le subiera por la espalda, procedente de un callejón.
Al mirar hacia el callejón le pareció ver una melena rubia que se perdía tras
una esquina.
Alan se despertó con el corazón acelerado. Estaba
bañado en sudor y respiraba con dificultad. Las sabanas húmedas le asfixiaban,
pesaban demasiado y le atosigaban. Las apartó de un manotazo y se quedó sentado
en la cama. Miraba hacia la oscuridad de su habitación, pero no veía nada. Solo
tenía en mente las imágenes del sueño. Imágenes de cascadas de oro sobre un
fondo negro. Imágenes de esmeraldas de frías y agudas aristas.
Alan cometió tres errores ese día. El primero fue
salir de la cama. El segundo, confiar en que no llovería y coger la moto en vez
del coche. El tercero, fue la ruta que tomo. La ruta que lo llevaría a salir
del pueblo, a ir por las carreteras de las montañas. Le gustaba ese camino. Tenía
unas vistas estupendas de todo el pueblo y el lago. Cuando estaba nervioso o
preocupado subía aquí para relajarse con esas preciosas vistas, sobre todo con
la visión del lago.
La lluvia le pescó en la carretera, pero él tenia
una buena moto y tenía experiencia en conducir sobre un firme mojado, por lo
que la lluvia no le importo. Pero la lluvia tenía un trabajo que hacer, un
trabajo que hacia bien, erosionar. El agua se filtraba por la tierra empapándola.
El suelo se volvió blando y resbaladizo y cedió ante el peso de una gran roca
que comenzó a rodar ladera abajo. Alan no la vio hasta que fue demasiado tarde
e impactó contra su moto haciendo que él saliera despedido.
Cayó en el asfalto de la carretera. El casco crujió
con el impacto, así como su hombro, sus costillas y algún que otro hueso más.
Por la inercia que llevaba rodó por la carretera hasta que se quedó en la
cuneta, tumbado, mirando al cielo. Le costaba respirar y cada bocanada le traía
un nuevo latigazo de dolor. Delante de el apareció una cara, enmarcada por un
pelo dorado y con dos grandes esmeraldas por ojos.
- Tú. - dijo Alan con un gran esfuerzo.
- Shhh. - dijo Ritza llevándose un dedo a los
labios.
- ¿Por qué?
- Porque así ha de ser.
- ¿Tan pronto?
- Deberías de dar las gracias de que no pudiera
venir antes. - dijo como única respuesta antes de besarle.
Le gustaba ese camino. Le gustaban las vistas. Le
gustaba relajarse con esas vistas. Por encima de todo le gustaba el lago. Habría
estado bien morir con esas vistas, pero lo último que vio fue una cascada de
oro y dos grandes esmeraldas de frías y agudas aristas.
Si os ha gustado este texto podeis seguirme y comentarme lo que querais por aqui, por facebook Dayagon Elric y por twitter: @dayagonworld
Si os ha gustado este texto podeis seguirme y comentarme lo que querais por aqui, por facebook Dayagon Elric y por twitter: @dayagonworld