martes, 30 de junio de 2015

Alan


La gravilla rechinó bajo los neumáticos del coche. Mas allá del aparcamiento se extendía un prado verde poblado por un bosque de lapidas grises. El cementerio ondulaba hasta llegar a un lago. El conductor, un hombre de treinta y algunos años, bajó del coche. El hombre, que se llamaba Alan, iba vestido con un traje negro, sencillo. Alan elevó los ojos al cielo, mirando con preocupación las negras nubes que amenazaban tormenta. Antes de cerrar el coche, sacó un pequeño paraguas negro. Con paso lento, se internó entre las lapidas evitando mirar las inscripciones.

La superficie del lago estaba en calma, como si fuera un gran espejo que alguien hubiera dejado olvidado allí. Unas pequeñas gotas rompieron esta calma. Al principio, pocas y aisladas creando ondas. Instantes después, toda la superficie comenzó a bullir, como si alguien hubiera tirado miles de bolitas de hierro a la vez. A nadie le sorprendió la llegada de la lluvia. Quizá les sorprendieran la intensidad con la que comenzó a caer. Pero desde luego, no el hecho de que lloviera. 

Alan abrió su paraguas y siguió andando, acompañado por el repiqueteo de las gotas de lluvia en la tela. Se dirigía hacia un mar de paraguas negros. En el centro, como una solitaria isla, había un ataúd colocado sobre la tumba en la que descansaría y a su lado un cura vestido con una sotana negra, totalmente calada. Aun se encontraba lejos, pero podía escuchar al cura oficiando la ceremonia. Su voz le llegaba muy atenuada por el ruido de la lluvia y no entendía lo que estaba diciendo. 

Alan se resbaló por culpa del barro y se apoyó en una lapida para no caer. Sus ojos se apartaron del funeral durante un segundo, pero el tiempo suficiente para que la visión de una mujer en lo alto de una pequeña loma captara su atención. La mujer estaba de pie entre dos lapidas. Sola. Sin paraguas. Mirando el funeral. Alan se acercó a ella. Vestía una túnica negra, totalmente mojada. Su pelo rubio se pegaba a su cabeza por el agua. Cuando llegó hasta ella la cubrió con su paraguas. La mujer le miró apenas un instante y volvió a girar la cabeza para contemplar el funeral. No necesito más que ese instante para ver, debajo de unas largas pestañas en las que se acumulaban pequeñas gotas, dos ojos verdes como si fueran esmeraldas. Dos ojos verdes que lo habían perdido todo en la vida y no lo lamentaban. Dos ojos verdes en cuyo centro ardía la llama de la gula y la lujuria. Dos ojos verdes que silenciaron las palabras que iban a salir de su boca.

Durante unos minutos estuvieron los dos allí de pie. Entre dos lapidas. En medio de la lluvia. En medio de un silencio. Ella miraba el mar de paraguas negros. Él la miraba a ella. Para sorpresa de él, fue ella quien rompió el silencio. 

- ¿Lo conocías?

Su voz le llegó como el suave roce de un terciopelo. Apenas un susurro. Le llevó unos instantes responder. Instantes en los que se planteó si lo que había escuchado era el sonido del viento mezclado con la lluvia o solamente su imaginación.

- Si, era un amigo. Un buen amigo.
- Lo siento.

Esta vez habló un poco más alto, o quizá la lluvia había amainado un poco y había menos ruido. Esta vez le llegó más clara esa voz aguda y fría que le provocó un escalofrió. Alan apartó la vista de ella, volviéndose hacia el entierro.

- ¿Tu lo conocías?
- Solo lo vi una vez. Intercambiamos unas palabras. Nos besamos. Y se acabo.

Alan se giró para volver a mirarla, pero a su lado no había nadie. Se dio la vuelta. Desde donde estaba se podía ver casi todo el cementerio, pero no encontró ni rastro de ella.

Se quedó solo. En la cima de la loma. Bajo la lluvia. Entre dos lapidas.




Alan empujaba un carro por los pasillos del supermercado mientras tatareaba una canción en voz baja. Paseaba la mirada por los productos de las estanterías y de vez en cuando se paraba para echar alguno al carro. Entre bolsas de patatas fritas vio dos ojos esmeraldas mirándole. Rápidamente, dejo el carro y se asomo al pasillo contiguo para descubrir, ante su asombro, que estaba vacío.



Alan andaba por la calle cuando oyó una risa fría y aguda, que hizo que un escalofrió le subiera por la espalda, procedente de un callejón. Al mirar hacia el callejón le pareció ver una melena rubia que se perdía tras una esquina.



Alan se despertó con el corazón acelerado. Estaba bañado en sudor y respiraba con dificultad. Las sabanas húmedas le asfixiaban, pesaban demasiado y le atosigaban. Las apartó de un manotazo y se quedó sentado en la cama. Miraba hacia la oscuridad de su habitación, pero no veía nada. Solo tenía en mente las imágenes del sueño. Imágenes de cascadas de oro sobre un fondo negro. Imágenes de esmeraldas de frías y agudas aristas.
 
Alan cometió tres errores ese día. El primero fue salir de la cama. El segundo, confiar en que no llovería y coger la moto en vez del coche. El tercero, fue la ruta que tomo. La ruta que lo llevaría a salir del pueblo, a ir por las carreteras de las montañas. Le gustaba ese camino. Tenía unas vistas estupendas de todo el pueblo y el lago. Cuando estaba nervioso o preocupado subía aquí para relajarse con esas preciosas vistas, sobre todo con la visión del lago. 

La lluvia le pescó en la carretera, pero él tenia una buena moto y tenía experiencia en conducir sobre un firme mojado, por lo que la lluvia no le importo. Pero la lluvia tenía un trabajo que hacer, un trabajo que hacia bien, erosionar. El agua se filtraba por la tierra empapándola. El suelo se volvió blando y resbaladizo y cedió ante el peso de una gran roca que comenzó a rodar ladera abajo. Alan no la vio hasta que fue demasiado tarde e impactó contra su moto haciendo que él saliera despedido. 

Cayó en el asfalto de la carretera. El casco crujió con el impacto, así como su hombro, sus costillas y algún que otro hueso más. Por la inercia que llevaba rodó por la carretera hasta que se quedó en la cuneta, tumbado, mirando al cielo. Le costaba respirar y cada bocanada le traía un nuevo latigazo de dolor. Delante de el apareció una cara, enmarcada por un pelo dorado y con dos grandes esmeraldas por ojos.

- Tú. - dijo Alan con un gran esfuerzo.
- Shhh. - dijo Ritza llevándose un dedo a los labios.
- ¿Por qué?
- Porque así ha de ser.
- ¿Tan pronto?
- Deberías de dar las gracias de que no pudiera venir antes. - dijo como única respuesta antes de besarle.

 
Le gustaba ese camino. Le gustaban las vistas. Le gustaba relajarse con esas vistas. Por encima de todo le gustaba el lago. Habría estado bien morir con esas vistas, pero lo último que vio fue una cascada de oro y dos grandes esmeraldas de frías y agudas aristas.



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lunes, 8 de junio de 2015

Historias de Calenda


Calenda es el mundo en el que ocurren los sucesos relatados en la "Leyenda de Dayagon". He creado esta sección porque voy a escribir una serie de relatos cortos, algunos de ellos estructurados en unos cuantos capítulos, que sucederán en este mundo. Estos relatos no siempre estarán en el mismo marco temporal que la "Leyenda" y no son imprescindibles para entender la historia. Simplemente serán una pequeña ampliación de información sobre el mundo de Calenda y los que lo habitan.