viernes, 31 de julio de 2015

Dol´Mara, la ciudad de los excesos. - Capítulo 2


Dol´Mara es una ciudad repleta de ruidos, como muchas otras, pero solo de noche. Durante el día, es más bien silenciosa. Cuando los gatos maullaban, se les asustaba con un balde de agua. A los perros se les silenciaba sus ladridos y aullidos con un oportuno puntapié. Los esclavos no se libraban de esta práctica y, por tanto, no solían hablar demasiado. Por eso, cuando un esclavo oyó algo proveniente de un callejón, sintió curiosidad. Cuando logró identificar el ruido como sollozos, su experiencia e instinto le aconsejaron que se alejara de allí, que siguiera su camino y eso fue lo que hizo.
Sola, sentada en una caja de madera, apoyando la espalda en la fría piedra de la pared de una casa, Shariva lloró hasta quedarse sin lágrimas. Su menudo cuerpo temblaba visiblemente. Cuando levantó la cabeza, ya estaba anocheciendo. Se levantó, apoyándose en la pared para no caerse, y salió del callejón. 

La noche cayó deprisa, y la temperatura descendió con ella. Oyó música que provenía de algún lugar y sus pasos la llevaron inconscientemente hacia allí. La música salía de un edificio de dos plantas, las ventanas de la planta baja estaban iluminadas y se podía oír como si mucha gente estuviera hablando y gritando dentro. Le llegó hasta ella un olor a comida que le hizo la boca agua y el estomago rugió en protesta por no haber comido nada en todo el día.

Dos hombres venían hablando por la calle en dirección a la taberna. Shariva se asustó al oírlos y desapareció por un callejón estrecho. En un lateral del callejón había una valla de madera. Shariva se encaramó a la valla con la ayuda de unas cajas y vio que al otro lado había un jardín. Parecía abandonado. La hierba crecía sin control por todas partes y casi había ocultado un camino de piedras negras. Había un árbol seco y marchito. En un lado del jardín se encontraba un pequeño tejadillo de madera, una de las vigas que lo sujetaban se había podrido y cedido bajo el peso que soportaba. Dos ventanas y una puerta de la casa, que daban hacia el patio, estaban cerradas.

Shariva saltó la valla y cayó en el jardín sin hacer casi ruido. Con paso rápido llegó hasta la puerta de madera y trató de abrirla. Apoyó el hombro sobre ella e hizo fuerza. La puerta no se movió ni un milímetro. Tras un par de intentos infructuosos más, desistió. Fue hacia el tejado semiderrumbado y se refugió debajo. Se sentó abrazándose las rodillas y apoyando la cabeza en ellas. Allí, lloró hasta quedarse durmiendo.



Cuando se despertó, el sol estaba bastante alto en el cielo. Lo primero que notó fue el dolor en la espalda por la postura en la que había dormido. Se levantó estirándose y fue entonces cuando notó el vacio de su estomago. Haciendo caso omiso de los rugidos que hacía, apiló un poco de leña, que había debajo del tejado, al lado de la valla para poder saltarla de nuevo. Desde arriba de la valla vio que no hubiera nadie en el callejón y se dejó caer al otro lado. Al salir del callejón miró de nuevo hacia la taberna que se encontraba en silencio. Encima de la puerta había un cartel con el dibujo de un gato. Si Shariva hubiera sabido leer podría haberse enterado de que la taberna se llamaba "La gatita feliz".

Shariva se dispuso a recorrer las calles, mirándolo todo atentamente para acordarse del camino de vuelta a ese pequeño jardín. Al poco tiempo llegó a los muros de la ciudad. Siguiendo las murallas terminó llegando a una de las puertas. Un par de soldados con grandes alabardas estaban apoyados a un lado, hablando entre si y mirando a todo el que pasaba.

En el tiempo que estuvo mirando vio a dos carros entrar en la ciudad. Los soldados apenas le dignaron una rápida mirada. Pero cuando un carro iba a salir, se pusieron en medio del camino con una mano levantada. El hombre que conducía el carro lo detuvó, tras una pocas palabras, que no llegó a oír desde donde se encontraba, les enseñó un pergamino y lo dejaron pasar, no sin antes echar un ojo al contenido del carro.

Shariva no sabía si esa era la puerta por la que habían entrado en la ciudad y, aunque hubiera sido esa, desconocía la dirección y la distancia a la que estaba su granja.  Cuando ya había decidido no arriesgarse a salir de la ciudad e intentar encontrar comida, vio a un hombre que se acercaba hacia la puerta.

El hombre llevaba grilletes en las muñecas y los tobillos, así como otro más grande en el cuello. Los soldados le pararon, al igual que al hombre del carro. El esclavo hizo como que buscaba algo en sus bolsillos. Con un movimiento rápido, le pegó un puñetazo en la cara a uno de los soldados que, como  no se lo esperaba, acabó en el suelo sentado de culo. El hombre echó a correr hacia la puerta, buscando su libertad, y antes de dar dos pasos, el otro soldado se giró y le clavó la punta de la alabarda entre los omoplatos. Shariva apartó la mirada instantes antes del golpe. Cuando volvió a mirar, lo único que quedaba del hombre era la sangre del suelo y los soldados volvían a estar apoyados en el muro hablando entre sí.

Shariva se dio la vuelta y volvió a internarse por las calles de la ciudad.



La ciudad no tenía un mercado en el que se anunciaran los productos a base de gritos. Los mercaderes lo tenían todo bien a la vista y un buen palo en el cinturón por si alguien tuviera los dedos demasiado largos. Aparte de ellos, grupos de soldados hacían rondas entre los tenderetes.

Los ojos de Shariva saltaban de un puesto de comida a otro, dejando totalmente de lado a los puestos en los que se vendían libros, telas, ropas, joyas y demás artículos que no le interesaban demasiado. A un lado del mercado había un pequeño horno de piedra en el que estaban horneando pan. Solo el olor le estaba haciendo la boca agua. Habían puestos con grandes y apetitosas manzanas, con cajas repletas de fresas y fresones, naranjas tan grandes  que no le cabían en sus pequeñas manos. Otros estaban llenos de cestos de nueces, avellanas, castañas, piñones y un sinfín más de frutos secos. El olor de los pasteles de carne le llego antes, incluso, de divisarlos.

El hambre la consumía y el tener tanta comida al alcance de su mano, no la ayudaba. Quería coger algo que llevarse a la boca, pero no se quitaba la sensación de que la observaban, y no le faltaba razón. En todo momento tenia dos ojos sobre ella, ya fuera por parte de los mercaderes o los soldados. Después de un par de vueltas, desistió y salió del mercado con el estomago vacio.



El sol ya estaba cerca del ocaso. Las sombras se alargaban en la ciudad. Pronto, las tinieblas dominarían las calles y callejones de Dol´Mara. Shariva estaba en el pequeño jardín, sentada debajo del tejado semiderruido, abrazándose las rodillas y llorando las pocas lagrimas que le quedaban. El olor de la comida le hizo salir del trance. Éste venía de la taberna, a la salida del callejón. Aunque su cuerpo se había rendido al cansancio y todo su ser quería permanecer allí, se obligó a levantarse y salir del jardín.

El olor la llevó a un nuevo callejón que daba a la parte de atrás de la taberna. De una ventana abierta era de donde procedía el olor. La ventana comunicaba con la cocina. Cuando llegó, unas raspas de pescado salieron volando por la ventana y cayeron sobre un montón de basura. Se abalanzó sobre los restos ávidamente separando con los dedos la poca carne que quedaba entre las espinas. Después de ese pequeño bocado miro por la ventana.

Un hombre gordo con un delantal, que en algún momento había sido blanco, se encontraba removiendo una olla rellena de agua, ahinojo y cangrejos. Una mujer joven entró en la cocina, dejó un plato con los restos de algo que parecía un pollo o un ave similar y salió a toda prisa. El hombre reparó en ella cuando iba a tirar el contenido del plato por la ventana.

- ¿Qué haces ahí, niña?
- Tengo hambre ¿Puede darme algo? - contestó sin apartar la vista de los huesos en los que aun quedaba carne.

El hombre corrió un pesado pestillo y abrió la puerta.

- Pasa. - dijo ofreciéndole el plato.

Shariva entró en la cocina, casi arrebatándole el plato de las manos al cocinero. Se sentó en un pequeño taburete y se dispuso a dar buena cuenta de los restos. Comía rápido, casi sin masticar, como temiendo que de un momento a otro le arrebatarían la comida. El hombre salió de la cocina y volvió al poco rato con un trozo de tela carmesí entre las manos. Shariva ya había terminado con los huesos y se encontraba lamiéndose la grasa de los dedos.

- Toma. Ponte esto. Trabaja aquí y te daré más comida. ¿Trato? - le dijo el hombre tendiéndole un vestido.

Los ojos de Shariva saltaban de la cara del hombre al vestido, y de ahí al plato y vuelta a comenzar. Se levantó y dejó el plato sobre una mesa. Tímidamente, alargó la mano hasta tocar el vestido. Era de seda. Shariva nunca había tocado nada de seda. Se sorprendió por su tacto, tan suave y delicado, toda la ropa en la granja era de lana o lino. El hombre soltó el vestido y ella lo atrajo hacia sí, abrazándolo contra su pecho.

- ¿Cómo te llamas, pequeña?
- No soy pequeña. - protestó haciendo un pequeño mohín con los labios. - Tengo trece años.
- Muy bien. ¿Y cómo  se llama la señorita?
- Shariva. - contestó con un hilo de voz y bajando la mirada.

Una mujer entró en la cocina. Estaba rellenita, tenía las caderas anchas y los senos algo caídos. Sin duda, ya había tenido dos o tres hijos.

- Muy bien, Shariva. Yo me llamo Sylras, soy el dueño de esta taberna. Ella es mi mujer, Leedis. 

Acompáñala, te llevara a una habitación para cambiarte y te explicara lo que debes hacer.
Shariva, aun con el vestido pegado al pecho, fue hacia la mujer y cuando estaba a su lado, se giró.

- Muchas gracias. - dijo mientras se inclinaba hacia delante.

Con ropa nueva, un techo sobre la cabeza, un poco de comida en el estomago y la promesa de más esperándole, Shariva volvía a sonreír. Las cosas comenzaban a mejorar.


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