Hrim-Thain se extendía bajo la montaña, kilómetros de galerías y multitud de
niveles. Ningún humano había visto nunca la ciudad por completo. No porque los
enanos fueran ariscos con los visitantes, más al contrario, eran de lejos la
raza más hospitalaria, sino porque la ciudad era inmensa y no dejaba de crecer
año a año.
Killian pasó por calles estrechas y grandes avenidas, plazas excavadas en la
roca y cavernas naturales. Los enanos eran grandes maestros del manejo de la
piedra y los metales. Las calles y cavernas más altas sostenían los techos con
columnas de tallas intrincadas. Las casas eran excavadas en la roca. En las
grandes cavernas naturales, las casas eran construidas con tal maestría que ni
el filo de una daga entraba por las juntas de las piedras.
El palacio de Margma, el rey de Hrim-Thain, estaba al otro lado de una sima
de la que no se veía el fondo. La única forma de cruzarlo era por un ancho
puente de mármol que parecía esculpido en una sola pieza. Estaba flanqueado por
dos recios enanos en los que destacaban sus largas barbas trenzadas y dos
hachas de doble filo de aspecto mortífero. Estaban completamente quietos y si
no fuera porque le seguían con esos pequeños ojos que tenían debajo de las
pobladas cejas, Killian los habría confundido con estatuas.
El puente llevaba a una terraza. El suelo era un mosaico representando dos
hachas cruzadas, el símbolo de los enanos. Al borde de la sima se levantaba una
balaustrada, grande para los enanos, pero pequeña para él. La fachada del
palacio estaba incrustada en la roca, allí donde terminaba el mármol
comenzaba la piedra. El mármol blanco reflejaba la luz de las antorchas,
lo que hacía que pareciera que el palacio brillaba. La puerta era alta, de
hierro y estaba decorada con las dos hachas enanas cruzadas. Para cruzarla,
Killian pasó entre dos enanos armados y con una mirada fiera en la cara. Los
pedestales sobre los que estaban los delataban como estatuas.
La puerta daba a una sala más larga que ancha. Flanqueando el salón del
trono, se encontraban estatuas de enanos gigantes enfundados en pesadas
armaduras. Una tupida alfombra cruzaba la sala desde la puerta hasta el trono
de piedra de Margma y ahogaba el sonido de los pasos de Killian. Aparte de la
puerta que acababa de cruzar, no se veía ninguna otra puerta en las paredes. Aun
así, Killian sospechaba que tendría que haber alguna, los enanos eran expertos
disimulando las puertas que no querían que se vieran. Detrás del trono había
tres grandes cristaleras por las que se filtraba el sol de media tarde. Esto
creaba unas sombras sobre el trono haciendo que quien entrara a la sala no
pudiera ver bien a su ocupante hasta que estuviera cerca.
Había tres enanos hablando con el rey. Killian agudizo el oído y oyó algo
sobre un rebaño de cabras y pastos. Margma los silenció levantando la mano
cuando Killian estaba cerca.
- Caballeros, no os preocupéis. Mandare más guardias con los rebaños. - dijo
con una potente voz que retumbó en el salón.
Los enanos hicieron una reverencia y se retiraron a paso rápido. Killian se
arrodilló delante del rey. Margma lo miraba mientras repiqueteaba los dedos
encima del casco de uno de los enanos tallados en el trono. Éste había sido
tallado en la propia piedra por los primeros enanos cuando excavaron el
palacio. Sobre los reposabrazos se elevaban dos estatuas cruzando sus hachas en
lo alto y formando el respaldo. Por encima de las hachas había tallada una
corona de oro decorada con diamantes, esmeraldas y rubíes, la misma que
reposaba sobre la cabeza de Margma. El rey tenía el pelo, de un color rojo
oscuro, suelto cayéndole por la espalda mientras que el pecho se lo tapaba su
gran barba. Ésta la tenía decorada con cadenas y pequeñas placas de oro y
plata. Vestía con un chaleco marrón oscuro bordado con formas intrincadas en
las que se podía perder la vista, unas calzas del mismo color y unas botas
altas.
- Killian, Killian, Killian. - dijo acompasando las palabras con los
repiqueteos que hacía con los dedos. - ¿Tu puedes entender que ahora que los
orcos han emigrado al norte, los rebaños de cabras necesiten más protección?
- No, majestad. - respondió Killian levantándose del suelo.
- Déjate de formalidades.
Magmar se levantó del trono y estrechó a Killian en un abrazo que amenazaba
con romperle alguna costilla. El rey era alto para su raza y le llegaba un poco
por debajo de la barbilla. Killian aspiró ruidosamente cuando Magmar le soltó.
- Ven conmigo. - le dijo.
Dejó la corona sobre el casco de piedra de una de las tallas del trono y bordeándolo,
se dirigió hacia los ventanales. Cuando abrió la puerta de cristal del centro, la
brisa marina inundó sus fosas nasales. Salieron a un pequeño balcón situado a muchísimos
metros por encima de las aguas del estrecho. Desde allí se podía ver ventanas y
balcones en las paredes de piedra. Hrim-Thain se extendía a ambos lados del
estrecho y grandes puentes cruzaban el abismo, conectando las dos partes de la
ciudad subterránea. Un barco, que se veía pequeño por la distancia, estaba
cruzando hacia el océano Vellfersa.
La entrada al estrecho estaba flanqueada por dos inmensas estatuas. La de la
derecha era un enano con armadura y una gran hacha apoyada en el suelo que le
llegaba hasta el pecho. La otra estatua era un humano, también con armadura y,
por encima del hombro, podía verse la empuñadura de un montante. Ambas estatuas
estaban coronadas, pues representaban al primer rey de los enanos y el primer
emperador humano que sellaron una alianza prospera y duradera. Entre las dos
estatuas había un rastrillo de hierro, de más de treinta metros de altura,
suspendido muy por encima del nivel del mar.
- ¡Arriad las velas y bajo cubierta! ¡Ya sabéis lo que toca agora! - Ladró
Kechard a su tripulación.
Las órdenes recorrieron el barco de boca en boca y se cumplieron con
premura. En poco tiempo solo quedaban sobre cubierta Kechard, el timonel,
Idrial y Dayagon.
El primer puente del Argos, justo por encima de la línea de flotación,
estaba dividido en dos estancias. La más pequeña estaba a popa y se utilizaba
como cocina. La más grande tenía bancos de remos a ambos lados. Cada remo lo
manejaban dos marineros al unisonó y los sacaban por pequeñas aberturas en las
portas. Un gran tambor les marcaba el ritmo a los remeros.
Cuando pasaron debajo del rastrillo de hierro caían pequeñas gotas de agua,
evidenciando que hacía poco había estado bajo el agua. Todavía no lo habían
cruzado cuando ya estaba bajando lentamente. Cuando llegó a su posición final,
apenas sobresalía un par de palmos de la superficie del agua.
El timonel mantenía el rumbo del barco fijo para no acercarse demasiado a
las paredes de piedra del desfiladero. Idrial, apoyada en la borda, miraba los
remos como subían y bajaban impulsando al barco lentamente. En el estrecho se
utilizaban los remos porque las corrientes de aire eran engañosas y peligrosas,
el más mínimo cambio podía estamparles contra un lateral. A Idrial le pareció
ver algo metálico en el agua, turbia y removida por los remos. Fue a popa,
donde el agua estaba más clara, y vio una multitud de estacas metálicas
apuntando hacia la superficie.
- Hay estacas bajo la superficie. - dijo con cara de asombro.
- Es un sistema de defensa. - le respondió Dayagon llegando a su lado. - Los
enanos controlan el estrecho y deciden si alguien pasa o no. Si algún barco
lograra pasar los rastrillos de hierro, accionan un complejo mecanismo que
eleva las estacas atravesando el barco y hundiéndolo en segundos. Además, desde
todos los miradores, ventanas, balcones y puentes de ahí arriba pueden tirar
grandes piedras que conseguirían el mismo efecto que las estacas.
Idrial miró hacia arriba, viendo aberturas en la pared de roca, viendo
pequeños balcones que sobresalían de esta y en los más bajos pudo distinguir
enanos. De los puentes colgaban banderas enanas. Pero toda señal de la ciudad
enana estaba muy por encima del palo mayor del Argos.
Les llevó un par de horas recorrer el estrecho. Hacia la mitad de éste había
una ligera curva, cuando la superaron, vieron una estrecha franja vertical de
cielo azul que señalaba el final. Cuando estaban cerca, los enanos comenzaron a
subir el rastrillo a una velocidad que parecía sorprendente para el tamaño y
peso de este. Cuando pasaron a su lado, Idrial se fijó en el raíl por el que ascendía
y descendía el rastrillo. En éste se encontraban unas ruedas dentadas que
encajaban unas con otras.
Esa entrada al estrecho también estaba flanqueada por dos estatuas, idénticas
a las que había al otro lado. Una vez que salieron al océano, los remos desaparecieron
en el interior del barco y los marineros volvieron a sus puestos en cubierta.
Con la misma rapidez que antes, los hombres desplegaron las velas y el barco
cobró velocidad enseguida.
Killian estaba de pie en lo alto de una colina. A su alrededor, mirase hacia
donde mirase, se extendía la masacre. El fragor de la batalla le rodeaba, miles
de voces rugiendo, el furioso entrechocar de las armas, el asqueroso sonido
cuando una lograba superar la defensa y se hundía en la carne o seccionaba
miembros, los chasquidos de las armaduras y huesos cuando recibían los golpes
de martillos, mazas y mayales o cuando eran pisoteados por los cascos de los
caballos.
En un primer vistazo, la armadura de Killian parecía roja, pero lo único que
portaba de color rojo era la sangre que lo bañaba. El que si vestía una
armadura de ese color era el demonio que se encontraba delante de él. El casco
que llevaba solo dejaba ver unos dientes afilados como dagas y unos ojos que
brillaban como dos pequeñas brasas. El demonio se abalanzó sobre él con la
espada en alto. Killian alzó la suya para detener el tajo. Las dos espadas se
encontraron en el aire creando una nube de chispas.
- ¡Noooooo!
Idrial estaba sentada en el jergón relleno de paja que hacía las veces de
cama en el Argos. Se encontraba empapada en sudor e intentando recobrar el
aliento. Las primeras luces del alba se filtraban por la porta iluminando
tenuemente el camarote. Unos ligeros golpes sonaron en la puerta de madera.
- ¿Está bien, señorita?
Idrial reconoció la voz de Égaran. Le llevó unos segundos poder contestar
con un débil si. Poco después, se levantó, se vistió y salió del camarote.
Fuera no había nadie. Égaran había vuelto al camarote y los marineros que no
estaban de servicio estarían en la cubierta inferior durmiendo. Con paso lento subió
a la cubierta principal. Necesitaba un poco de aire fresco.
Dayagon se encontraba sentado en la borda con los pies por fuera. Los
marineros, al ver que sus consejos de que esta práctica podía ser peligrosa caían
en saco roto, ya no le decían nada. Idrial llegó hasta su lado.
- ¿Estás bien? - le preguntó, viendo su cara pálida.
- Sí, solo ha sido una pesadilla.
Dayagon no dijo nada, aunque seguía mirándola con ojos de preocupación.
- ¡Tierra a la vista! ¡Las islas! - grito el vigía.
Dayagon e Idrial miraron al unisonó hacia el horizonte. Allá a lo lejos,
recortadas contra el azul del cielo, se podían ver dos puntos marrones que iban
creciendo.
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