jueves, 13 de agosto de 2015

La leyenda de Dayagon - Capitulo 20



Hrim-Thain se extendía bajo la montaña, kilómetros de galerías y multitud de niveles. Ningún humano había visto nunca la ciudad por completo. No porque los enanos fueran ariscos con los visitantes, más al contrario, eran de lejos la raza más hospitalaria, sino porque la ciudad era inmensa y no dejaba de crecer año a año.

Killian pasó por calles estrechas y grandes avenidas, plazas excavadas en la roca y cavernas naturales. Los enanos eran grandes maestros del manejo de la piedra y los metales. Las calles y cavernas más altas sostenían los techos con columnas de tallas intrincadas. Las casas eran excavadas en la roca. En las grandes cavernas naturales, las casas eran construidas con tal maestría que ni el filo de una daga entraba por las juntas de las piedras.

El palacio de Margma, el rey de Hrim-Thain, estaba al otro lado de una sima de la que no se veía el fondo. La única forma de cruzarlo era por un ancho puente de mármol que parecía esculpido en una sola pieza. Estaba flanqueado por dos recios enanos en los que destacaban sus largas barbas trenzadas y dos hachas de doble filo de aspecto mortífero. Estaban completamente quietos y si no fuera porque le seguían con esos pequeños ojos que tenían debajo de las pobladas cejas, Killian los habría confundido con estatuas.

El puente llevaba a una terraza. El suelo era un mosaico representando dos hachas cruzadas, el símbolo de los enanos. Al borde de la sima se levantaba una balaustrada, grande para los enanos, pero pequeña para él. La fachada del palacio estaba incrustada en la roca, allí donde terminaba el mármol  comenzaba la piedra. El mármol blanco reflejaba la luz de las antorchas, lo que hacía que pareciera que el palacio brillaba. La puerta era alta, de hierro y estaba decorada con las dos hachas enanas cruzadas. Para cruzarla, Killian pasó entre dos enanos armados y con una mirada fiera en la cara. Los pedestales sobre los que estaban los delataban como estatuas.

La puerta daba a una sala más larga que ancha. Flanqueando el salón del trono, se encontraban estatuas de enanos gigantes enfundados en pesadas armaduras. Una tupida alfombra cruzaba la sala desde la puerta hasta el trono de piedra de Margma y ahogaba el sonido de los pasos de Killian. Aparte de la puerta que acababa de cruzar, no se veía ninguna otra puerta en las paredes. Aun así, Killian sospechaba que tendría que haber alguna, los enanos eran expertos disimulando las puertas que no querían que se vieran. Detrás del trono había tres grandes cristaleras por las que se filtraba el sol de media tarde. Esto creaba unas sombras sobre el trono haciendo que quien entrara a la sala no pudiera ver bien a su ocupante hasta que estuviera cerca.

Había tres enanos hablando con el rey. Killian agudizo el oído y oyó algo sobre un rebaño de cabras y pastos. Margma los silenció levantando la mano cuando Killian estaba cerca.

- Caballeros, no os preocupéis. Mandare más guardias con los rebaños. - dijo con una potente voz que retumbó en el salón.

Los enanos hicieron una reverencia y se retiraron a paso rápido. Killian se arrodilló delante del rey. Margma lo miraba mientras repiqueteaba los dedos encima del casco de uno de los enanos tallados en el trono. Éste había sido tallado en la propia piedra por los primeros enanos cuando excavaron el palacio. Sobre los reposabrazos se elevaban dos estatuas cruzando sus hachas en lo alto y formando el respaldo. Por encima de las hachas había tallada una corona de oro decorada con diamantes, esmeraldas y rubíes, la misma que reposaba sobre la cabeza de Margma. El rey tenía el pelo, de un color rojo oscuro, suelto cayéndole por la espalda mientras que el pecho se lo tapaba su gran barba. Ésta la tenía decorada con cadenas y pequeñas placas de oro y plata. Vestía con un chaleco marrón oscuro bordado con formas intrincadas en las que se podía perder la vista, unas calzas del mismo color y unas botas altas.

- Killian, Killian, Killian. - dijo acompasando las palabras con los repiqueteos que hacía con los dedos. - ¿Tu puedes entender que ahora que los orcos han emigrado al norte, los rebaños de cabras necesiten más protección?
- No, majestad. - respondió Killian levantándose del suelo.
- Déjate de formalidades.

Magmar se levantó del trono y estrechó a Killian en un abrazo que amenazaba con romperle alguna costilla. El rey era alto para su raza y le llegaba un poco por debajo de la barbilla. Killian aspiró ruidosamente cuando Magmar le soltó.

- Ven conmigo. - le dijo.

Dejó la corona sobre el casco de piedra de una de las tallas del trono y bordeándolo, se dirigió hacia los ventanales. Cuando abrió la puerta de cristal del centro, la brisa marina inundó sus fosas nasales. Salieron a un pequeño balcón situado a muchísimos metros por encima de las aguas del estrecho. Desde allí se podía ver ventanas y balcones en las paredes de piedra. Hrim-Thain se extendía a ambos lados del estrecho y grandes puentes cruzaban el abismo, conectando las dos partes de la ciudad subterránea. Un barco, que se veía pequeño por la distancia, estaba cruzando hacia el océano Vellfersa.



La entrada al estrecho estaba flanqueada por dos inmensas estatuas. La de la derecha era un enano con armadura y una gran hacha apoyada en el suelo que le llegaba hasta el pecho. La otra estatua era un humano, también con armadura y, por encima del hombro, podía verse la empuñadura de un montante. Ambas estatuas estaban coronadas, pues representaban al primer rey de los enanos y el primer emperador humano que sellaron una alianza prospera y duradera. Entre las dos estatuas había un rastrillo de hierro, de más de treinta metros de altura, suspendido muy por encima del nivel del mar.

- ¡Arriad las velas y bajo cubierta! ¡Ya sabéis lo que toca agora! - Ladró Kechard a su tripulación.

Las órdenes recorrieron el barco de boca en boca y se cumplieron con premura. En poco tiempo solo quedaban sobre cubierta Kechard, el timonel, Idrial y Dayagon.

El primer puente del Argos, justo por encima de la línea de flotación, estaba dividido en dos estancias. La más pequeña estaba a popa y se utilizaba como cocina. La más grande tenía bancos de remos a ambos lados. Cada remo lo manejaban dos marineros al unisonó y los sacaban por pequeñas aberturas en las portas. Un gran tambor les marcaba el ritmo a los remeros.

Cuando pasaron debajo del rastrillo de hierro caían pequeñas gotas de agua, evidenciando que hacía poco había estado bajo el agua. Todavía no lo habían cruzado cuando ya estaba bajando lentamente. Cuando llegó a su posición final, apenas sobresalía un par de palmos de la superficie del agua.

El timonel mantenía el rumbo del barco fijo para no acercarse demasiado a las paredes de piedra del desfiladero. Idrial, apoyada en la borda, miraba los remos como subían y bajaban impulsando al barco lentamente. En el estrecho se utilizaban los remos porque las corrientes de aire eran engañosas y peligrosas, el más mínimo cambio podía estamparles contra un lateral. A Idrial le pareció ver algo metálico en el agua, turbia y removida por los remos. Fue a popa, donde el agua estaba más clara, y vio una multitud de estacas metálicas apuntando hacia la superficie.

- Hay estacas bajo la superficie. - dijo con cara de asombro.
- Es un sistema de defensa. - le respondió Dayagon llegando a su lado. - Los enanos controlan el estrecho y deciden si alguien pasa o no. Si algún barco lograra pasar los rastrillos de hierro, accionan un complejo mecanismo que eleva las estacas atravesando el barco y hundiéndolo en segundos. Además, desde todos los miradores, ventanas, balcones y puentes de ahí arriba pueden tirar grandes piedras que conseguirían el mismo efecto que las estacas.

Idrial miró hacia arriba, viendo aberturas en la pared de roca, viendo pequeños balcones que sobresalían de esta y en los más bajos pudo distinguir enanos. De los puentes colgaban banderas enanas. Pero toda señal de la ciudad enana estaba muy por encima del palo mayor del Argos.

Les llevó un par de horas recorrer el estrecho. Hacia la mitad de éste había una ligera curva, cuando la superaron, vieron una estrecha franja vertical de cielo azul que señalaba el final. Cuando estaban cerca, los enanos comenzaron a subir el rastrillo a una velocidad que parecía sorprendente para el tamaño y peso de este. Cuando pasaron a su lado, Idrial se fijó en el raíl por el que ascendía y descendía el rastrillo. En éste se encontraban unas ruedas dentadas que encajaban unas con otras.

Esa entrada al estrecho también estaba flanqueada por dos estatuas, idénticas a las que había al otro lado. Una vez que salieron al océano, los remos desaparecieron en el interior del barco y los marineros volvieron a sus puestos en cubierta. Con la misma rapidez que antes, los hombres desplegaron las velas y el barco cobró velocidad enseguida.



Killian estaba de pie en lo alto de una colina. A su alrededor, mirase hacia donde mirase, se extendía la masacre. El fragor de la batalla le rodeaba, miles de voces rugiendo, el furioso entrechocar de las armas, el asqueroso sonido cuando una lograba superar la defensa y se hundía en la carne o seccionaba miembros, los chasquidos de las armaduras y huesos cuando recibían los golpes de martillos, mazas y mayales o cuando eran pisoteados por los cascos de los caballos.

En un primer vistazo, la armadura de Killian parecía roja, pero lo único que portaba de color rojo era la sangre que lo bañaba. El que si vestía una armadura de ese color era el demonio que se encontraba delante de él. El casco que llevaba solo dejaba ver unos dientes afilados como dagas y unos ojos que brillaban como dos pequeñas brasas. El demonio se abalanzó sobre él con la espada en alto. Killian alzó la suya para detener el tajo. Las dos espadas se encontraron en el aire creando una nube de chispas.

- ¡Noooooo!

Idrial estaba sentada en el jergón relleno de paja que hacía las veces de cama en el Argos. Se encontraba empapada en sudor e intentando recobrar el aliento. Las primeras luces del alba se filtraban por la porta iluminando tenuemente el camarote. Unos ligeros golpes sonaron en la puerta de madera.

- ¿Está bien, señorita?

Idrial reconoció la voz de Égaran. Le llevó unos segundos poder contestar con un débil si. Poco después, se levantó, se vistió y salió del camarote. Fuera no había nadie. Égaran había vuelto al camarote y los marineros que no estaban de servicio estarían en la cubierta inferior durmiendo. Con paso lento subió a la cubierta principal. Necesitaba un poco de aire fresco.

Dayagon se encontraba sentado en la borda con los pies por fuera. Los marineros, al ver que sus consejos de que esta práctica podía ser peligrosa caían en saco roto, ya no le decían nada. Idrial llegó hasta su lado.

- ¿Estás bien? - le preguntó, viendo su cara pálida.
- Sí, solo ha sido una pesadilla.

Dayagon no dijo nada, aunque seguía mirándola con ojos de preocupación.

- ¡Tierra a la vista! ¡Las islas! - grito el vigía.

Dayagon e Idrial miraron al unisonó hacia el horizonte. Allá a lo lejos, recortadas contra el azul del cielo, se podían ver dos puntos marrones que iban creciendo.


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