sábado, 9 de abril de 2016

La leyenda de Dáyagon - capítulo 24



La niebla se había levantado durante la noche formando una espesa capa de nubes por encima de ellos que tapaba la luna y las estrellas. No tenían ningún punto para orientarse, pero la oscuridad era tan grande que el Raubtier no los vería hasta que estuviera a su lado. Si los cálculos no le fallaban, Kechard suponía que faltaba poco para el amanecer y que su rumbo era hacia el oeste, por lo que el sol saldría por detrás de ellos.

- Ferthdon. Prepara a los hombres. Quiero las balistas armadas y marineros en la arboladura listos pá desplegar las velas a mi señal. Y en silencio.

La cubierta del barco se convirtió en un ajetreo. Los marineros iban de allá para acá, dejando virotes para ballestas en los carcajes atados a la borda, subiendo munición para las balistas de la bodega y subiendo por la arboladura para esperar la orden de Kechard. El sol comenzó a despuntar por el este, justo a la popa del Argos. Allí en el horizonte se veía la silueta negra del Raubtier.



- A toda vela. – le dijo a Ferthdon mientras seguía mirando por el catalejo.

La orden corrió el barco de popa a proa entre susurros. Las velas hicieron algo de ruido al desplegarse, pero Kechard confiaba que los piratas no lo hubieran oído. Con un poco de suerte podrían alejarse de él un poco más antes de que la luz del sol los delatara.

El sol siguió su camino demasiado rápido para el gusto de Kechard. Con la llegada de la claridad pudieron ver que el Raubtier estaba encarado en la dirección contraria a ellos, esto les daría un tiempo extra para alejarse de él. Otro golpe de suerte era que tenían el viento a favor, aun así, esto les serviría de poco una vez que el Raubtier hubiera girado y comenzado la persecución.



Dáyagon e Idrial salieron a cubierta y subieron al puente, donde un preocupado Kechard miraba sobre la borda al barco que los perseguía.

- ¿Podemos hacer algo? Esta inactividad me está matando. – le preguntó Dáyagon.
- No, volved a bajar, abajo estaréis más seguros. – les dijo sin apenas mirarles.
- Podemos luchar. – dijo Idrial

Kechard se volvió hacia ellos y les dedicó una larga mirada antes de responder. Dáyagon estaba vestido con una coraza de cuero tachonado que le cubría hasta la mitad de los brazos. En su espalda colgaba un espadón. Idrial estaba a su lado con un chaleco sin mangas anudado por el centro, un pantalón de cuero y unas botas altas que le llegaban a las rodillas. De su cadera colgaban dos dagas y a su espalda un arco y un carcaj repleto de flechas.

- No lo dudo, pero aún queda tiempo hasta que estemos a distancia de ballesta.

La tensión podía notarse en el ambiente. Los marineros estaban nerviosos, comprobaban las flechas, el mecanismo de sus ballestas, el estado de las balistas y ninguno le quitaba el ojo de encima al barco que se acercaba lentamente. Idrial se apoyó en la borda mirando el Raubtier. A esta distancia ya se podían ver los piratas en la cubierta y la arboladura. Idrial esperaba ver asesinos, hombres con el pelo revuelto, barbas descuidadas, ojos inyectados en sangre y con espuma en la boca, pero lo que vio no se alejaba demasiado a los hombres que la rodeaban a ella.

- Señorita, ¿qué alcance tenés con esa bestia que lleva colgá a la espalda? – le preguntó Kechard
- Con el viento a favor y unas buenas condiciones, cerca de los 300 metros.
- ¿Y en una situación como esta? ¿Podrías darle a su capitán, o al timonel? – le preguntó al tiempo que señalaba hacia el puente del Raubtier.

Idrial volvió a mirar hacia el Raubtier, esta vez calculando la distancia que los separaba. El tiro que Kechard proponía era sumamente complicado. El viento estaba en contra, lo que reduciría el alcance efectivo de la flecha y su objetivo se encontraba a un poco más de los doscientos metros, lejos para un disparo preciso aunque dentro de su alcance.

- Puedo intentarlo.

Idrial descolgó el arco y lo sujetó con su mano izquierda procurando que no golpeara con la borda. Separo las piernas para ganar estabilidad y con un movimiento fluido sacó una flecha de la aljaba y la colocó en la cuerda de su arco compuesto. Llevó la cuerda hasta su mejilla y tras apenas unos segundos la soltó. La cuerda restalló en el aire y la flecha voló hacia su objetivo. Una ráfaga de aire la desvió y término clavándose en el mástil, cerca de la cabeza de un asustado pirata.

Idrial colocó una segunda flecha en la cuerda del arco y lo tensó de nuevo, llevándola hasta la mejilla. El balanceo del barco le dificultaba al apuntar, por lo que, para contrarrestarlo, cambiaba el peso del cuerpo de una pierna a otra con un vaivén de la cadera que no pasó desapercibido para ninguno de los marineros que la rodeaban. Cuando soltó la cuerda, ésta siseó cortando el aire,  impulsando la flecha y desprendiendo las gotas de agua que tenía. La flecha voló casi en una línea recta. Cruzó el Raubtier de proa a popa pasando a escasos centímetros de la cabeza de un pirata y bajo la axila de otro. La flecha se clavó hasta las plumas en el pecho del timonel pasando entre las varillas del timón.

El timonel cayó sobre el timón girándolo por su propio peso y haciendo que el Raubtier virara a babor. Drake lo tiró al suelo, liberando el timón y girándolo de nuevo para no perder el rumbo.

- ¡Disparad las balistas! – gritó rápidamente.

Con el súbito giro del Raubtier, las balistas de estribor tenían a tiro al Argus. Las balistas emitieron un gran chasquido al accionar el mecanismo que liberaba la cuerda. Los virotes cruzaron raudos la distancia entre los dos barcos. De los cuatro virotes, dos cayeron al agua mientras que los otros dos golpearon en el lateral del Argus, aunque solo uno se clavó, apenas unos centímetros por encima del agua. La soga que llevaba atada el virote se tensó, tirando del Argus.

- Llevamos un ancla. – dijo uno de los marineros.
- No me digas. – susurró Kechard entre dientes. – Está demasiado baja para cortarla. Ahora es imposible huir.

Los piratas del Raubtier empezaron a recoger la soga, arrastrando al Argus y haciéndole perder impulso. Dáyagon se asomó por la borda para ver el virote clavado en la madera. Creó una pequeña barrera y la impulsó a toda velocidad hasta que dio contra el virote, partiéndolo por la mitad.

Por la pérdida de velocidad del Argus, el Raubtier cada vez estaba más cerca y comenzaba a maniobrar para situarse a su lado. Los piratas prepararon las balistas y lanzaron otra andanada de anclas. Dáyagon creó una nueva barrera protegiendo todo el lateral del barco. Los virotes rebotaron contra la barrera ante la mirada atónita de marineros y piratas. Dáyagon bajó los brazos, deshaciendo la barrera, mientras unas gotas de sudor le caían por la frente.

Idrial volvió a levantar el arco y continúo disparando flechas contra el Raubtier. No todas encontraron a su objetivo, pero si las suficientes para que los piratas se pusieron a cubierto.

Enseguida, los barcos estuvieron la suficientemente cerca como para que las ballestas fueran de utilidad. Los piratas lanzaron una lluvia de proyectiles. Dáyagon volvió a alzar sus brazos creando una nueva barrera. Con cada virote que rebotaba contra la barrera, Dáyagon sentía pequeñas punzadas en la sien. Cada vez le dolía más la cabeza. El impacto de un virote de balista provoco que Dáyagon cayera al suelo apoyado sobre una rodilla, con la respiración agitada y agarrándose la cabeza con una mano.  

- ¡Ahora! ¡Disparad! – gritó Kechard desde el castillo de popa a sus marineros.

Con la barrera deshecha, los marineros dispararon sus ballestas y balistas contra el Raubtier. Al lado de Dáyagon, un hombre emitió un leve quejido y se llevó las manos al estómago. Antes de que el hombre se desplomara en el suelo, Dáyagon alcanzó a ver un asta saliendo entre sus manos. Un virote de balista se coló por una porta de la cubierta inferior y, enseguida, les llegaron los gritos de dolor de un marinero a través de los enjaretados del suelo.

Dáyagon se levantó, alzó las manos creando una tercera barrera que apenas pudo mantener unos segundos. Un pequeño hilo de sangre comenzó a salir de su nariz. Su cuerpo temblaba visiblemente. Se limpió la sangre y volvió a alzar los brazos.

- Dáyagon, para. Detente. Estas ya en tu límite, te vas a matar. – le dijo Idrial a su lado mirándole con preocupación.

Un virote de balista impactó contra la recién creada barrera. Un dolor agudo estalló en la sien de Dáyagon haciendo que cayera al suelo gritando de dolor. Idrial se agachó a su lado, le dio la vuelta dejándolo boca arriba y comenzó a sacudirlo mientras gritaba su nombre.

Dáyagon apenas la oía, ni a ella ni al estruendo de la batalla a su alrededor. En sus oídos resonaba una voz aguda y fría que cantaba una canción. En lo alto podía ver a una mujer vestida de negro sentada sobre la verga de mesana, apoyando la espalda sobre el mástil y con su melena dorada revoloteando al viento. Mientras la vista de Dáyagon se iba nublando y la oscuridad lo envolvía, oyó una voz profunda y grave en su cabeza.

- Dáyagon, no es el momento ni el lugar para quedarte dormido, levántate y pelea.


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