miércoles, 23 de marzo de 2016

La leyenda de Dayagon - Capitulo 23



Como casi todas las construcciones enanas, el palacio del rey estaba tallado en la roca. Tenía multitud de niveles y en el más alto se encontraba una terraza desde la que se dominaba el puerto y la entrada al paso desde el lado del océano. La ingeniería enana había logrado que una plataforma de madera subiera y bajara por los distintos niveles a base de engranajes impulsados por bueyes.
Killian estaba sentado en una silla de hierro forjado en la terraza mirando al mar. A su lado estaba Margma y, entre ellos, había una mesa con dos jarras llenas de espumosa cerveza. El sol de media tarde les calentaba. El rey estiró las piernas con un gruñido de satisfacción y bebió un largo trago de la jarra.
- Estos tiempos de paz matan a uno ¿Eh?
- Eso podría cambiar pronto. - dijo Killian cogiendo su jarra.
- Las cosas siempre cambian. ¿Por eso estas aquí? No. No me lo digas. - silenció su frase antes siquiera de que saliera de su boca. - Déjame adivinarlo. Los orcos se han cansado de que les zurremos aquí, han emigrado al norte y ahora os están dando problemas a vosotros.
- Así empezaron las cosas. Se aliaron bajo una sola bandera y cuando matamos a su líder buscaron apoyo en los mestizos de Adalia.
- Vaya. Eso es algo más serio. ¿Se han aliado para declararos la guerra?
- Técnicamente, la guerra la declaramos nosotros. Yo y un grupo de soldados atacamos la mansión de Eathane cuando tenía lugar la reunión con los orcos. Las cosas salieron mal y se escapó.
- Con los orcos en Norwens os costara defender la frontera de un ataque de los mestizos. La fortaleza del paso de Grundwar se construyo para defenderse de un ataque por el norte, no por el sur. Eso sin contar con que los orcos podrían atacar cualquier pueblo, ciudad o incluso a los convoyes de aprovisionamiento.
- Por eso he venido a ti. Necesitamos refuerzos, provisiones y seguridad en el mar Gedra.
- Por supuesto que se os concederá. La alianza entre humanos y enanos sigue viva. No hacía falta ni que vinieras, con una simple nota garabateada en un trapo sucio habría bastado.
Dicho esto, el rey enano se carcajeo a mandíbula batiente. Las montañas y el desfiladero se hacían eco de su potente risa. Killian estaba seguro de que lo habrían oído hasta en el puerto y preocupado por si el ruido ocasionaba alguna avalancha.


Unos golpes en la puerta lo despertaron, pero fue el movimiento a su lado en la cama lo que hizo que Dayagon abriera los ojos. La luz entraba a raudales por las ventanas. Sus ojos se adaptaron a la luz rápidamente, permitiéndole ver a una elfa desnuda correteando por la habitación y recogiendo su ropa, que estaba desperdigada por todo el suelo. La elfa abrió la puerta y se fue corriendo con toda la ropa entre sus brazos.
- ¿Pero que…? – pregunto Idrial mientras entraba a la habitación, mirando como el blanco culo de la elfa desaparecía por el pasillo.
Idrial se dio la vuelta y se encontró a Dayagon de pie, desnudo y buscando sus pantalones por el suelo. Volvió a girarse, aun más rápido que antes, y se sonrojo más de lo que ya estaba.
- ¿Qué has hecho?
- Divertirme, llevamos aquí un par de días, estoy aburrido. – Dayagon pasó a su lado abotonándose la chaqueta. - Vamos, tengo hambre, lo que tenias que decirme me lo podrás decir desayunando.
La cocina del palacio estaba cerca de sus habitaciones. El olor del pan recién hecho los recibió. Se sentaron en una mesa en una esquina y una elfa sonrojada les dejo un cuenco con fruta, le sonrió tímidamente a Dayagon y se alejó a paso rápido.
- Y bien ¿Qué querías? – preguntó Dayagon mientras cogía una fresa.
- ¿Has hablado con Egaran?
- No, no desde que fuimos a Fela.
La elfa sonrojada volvió con una hoguera de pan recién hecho y una bandeja con cuencos de mantequilla y diversos tipos de mermelada.
 
- ¿Puedes traerme algo de tocino y queso? - le dijo Dayagon mostrándole su mejor sonrisa.
La elfa asintió ampliando su sonrisa y se fue a por lo que le había pedido.
- ¿Es muda?
- Anoche no lo era. - dijo mientras la miraba marcharse. - ¿Para qué lo buscas?
- Quiero salir de aquí. - dijo mientras cogía una ciruela del cuenco.
- Vaya… - dijo Dayagon con cara de asombro. - Pensaba que era el único que se aburría.
- No me aburro, pero la visita a la universidad me ha creado más preguntas que respuestas.
- ¿Y dónde vas a encontrar las respuestas que buscas?
- No lo sé, pero está claro que aquí no. Nuestro siguiente destino es Idrilon, me gustaría hablar con mis antiguos maestros, a lo mejor ellos pueden orientarme.
Después del desayuno, Dayagon e Idrial salieron a la ciudad, cansados de estar en palacio sin nada que hacer. Recorrieron las calles de la colorida ciudad de los elfos. Idrial miraba escaparates con vestidos y joyas. Dayagon andaba tras de ella, regalando sonrisas a las elfas con las que se cruzaba. Estas seguian su camino apenas sin mirarlo. Pararon a comer en una taberna una sopa con moluscos y otras cosas flotando en su interior. Continuaron recorriendo la ciudad hasta bien entrada la tarde. Pasaron por un gran jardin cruzado por dos canales y lleno de parterres de flores. Visitaron los templos e Idrial aprovecho para hacer una ofrenda. Egaran los encontró cenando en el jardín del palacio.

- Mañana nos vamos. - dijo mientras se sentaba con ellos.
- ¿Como han ido las cosas? - preguntó Dayagon.
- No entraran en guerra con Adalia. Seguirán comerciando con nosotros mientras las rutas de navegación sean seguras.

La mesa se quedo en silencio. Egaran se levanto y apuro la copa de vino que se había servido.

- Menuda perdida de tiempo. - dijo antes de irse.


El sol apenas despuntaba cuando Dayagon, Idrial y Egaran estaban en el pequeño puerto del jardín del palacio. Estaban acompañados por el chambelán. Una pequeña barca, manejada por un elfo, atracó en el puerto. El grupo subió a la barca y el barquero la alejó del embarcadero, con diestros movimientos, llevándola hasta el centro de la corriente. Idrial se sentó en el suelo de la barca, apoyando la espalda en la borda y la madera que hacía las veces de asiento. Se envolvió en su capa y su cabeza descendió hacia su pecho.
La ciudad comenzaba a cobrar vida con los primero rayos de sol. Los grises edificios cobraban color poco a poco. El canal se ensanchaba al pasar por el mercado. Su pequeño puerto estaba lleno de barcas, de las cuales, los pescadores descargaban cajas de pescado para venderlas esa mañana. El olor del pescado hizo que la nariz de Dayagon se crispara.
La barca siguió canal abajo hasta llegar al puerto de la ciudad. Ya desde lejos se oían las órdenes impartidas a gritos por el capitán Kechard. Cuando subieron a bordo por la estrecha pasarela, el capitán los saludo enérgicamente. Dayagon y Egaran le devolvieron el saludo e Idrial apenas gruño algo como respuesta antes de desaparecer bajo cubierta.
- ¿Qué le pasa?
- Nada, que no ha dormido. - le contesto Dayagon.
- ¿Falta algo o alguien? ¿Podemos salir ya? - pregunto Kechard a Egaran.
- Cuando estéis listos, capitán.
- ¡Pos ya habéis oído gandules! ¡Saquemos esta bañera de aquí!


El camarote de Kechard se encontraba bajo el castillo de popa. A un lado, pegada a una pared, había una pequeña cama. Estaba clavada al suelo, como todos los muebles del camarote. En la pared del fondo se encontraban tres grandes ventanas. Las paredes de madera las adornaban dos estanterías y un baúl. En el centro de la estancia había un escritorio de madera oscura ricamente ornamentado. Sentado a él se encontraba Kechard, escribiendo en su bitácora con una vieja pluma de águila.
- ¡Barco a la vista! - llegó un grito desde el exterior.
Kechard cerró el cuaderno y seco la pluma antes de salir al puente.
- ¡Por donde!
- ¡A babor!
Kechard se acercó a la borda y escudriñó el horizonte con el catalejo hasta que lo vio. El barco era como el suyo, tres mástiles y un tamaño parecido. Si no variaba el rumbo se cruzaría con su estela. Kechard comenzó a sentir un hormigueo en la boca del estomago. En esa dirección no había ningún puerto, ni tierra siquiera. Aun estaba demasiado lejos para distinguir una bandera, pero tenía la amarga sensación de que no sería una bandera amiga. Kechard se guardo el catalejo y se dirigió al segundo al mando.
- Vigílalo, si cambia de rumbo me avisas.
- Si capitán. - respondió mientras kechard bajaba las escaleras rumbo a su camarote.


El capitán Kechard se encontraba en el castillo de popa, observando por el catalejo el barco que les perseguía. El barco había cambiado el rumbo para ajustarse a su estela, además, iba más rápido que el Argos y, poco a poco, reducía la distancia entre ellos. A ese ritmo, a la mañana siguiente lo tendrían encima. Kechard miraba preocupado las balistas de cubierta y la bandera negra que ondeaba en el mástil.
- Es el raubtier. - dijo Ferthdon.
- Lo sé. - respondió Kechard sin quitarse el catalejo del ojo. - ¿Qué velocidad llevamos?
Dos marineros saltaron la borda y se situaron en una plancha de madera en el lateral del barco. Uno tenía un carrete con una soga con nudos enrollada con un extremo atado a una tabla y el otro un reloj de arena. El marinero tiró la tabla al mar mientras el otro le daba la vuelta al reloj. Cuando la arena dejó de caer, le toco la espalda al otro hombre que sujetó la soga, que se desenrollaba rápidamente, mirando el nudo por el que iba.

- Once nudos y medio.

Kechard volvió al lado del timón. Miraba la arboladura, las velas, los cabos, cualquier cosa que pudiera darle algo de velocidad. Maldijo entre dientes al no encontrar nada.

- ¡Niebla! - gritó el vigía.
- ¿Por dónde? - pregunto el capitán al instante siguiente.
- ¡A estribor!

Kechard se apresuró en sacar el catalejo y enseguida tuvo la niebla a la vista. Se volvió y miro hacia el raubtier que seguía acercándose.

- Vire a estribor, hacia la niebla.
- Perderemos el viento de popa, iremos más lentos.
- Lo sé, pero si seguimos así nos alcanzara igualmente.

El timonel giro el timón haciendo que todo el barco virara. Como había predicho el timonel, el Argos perdió impulso mientras los marineros ajustaban las velas para captar el máximo viento posible. El raubtier viró unos segundos después para ajustarse al nuevo rumbo del Argos. Kechard podía ver a los piratas en la arboladura con el catalejo. 

El argos entró en la niebla. Sus velas se deshincharon visiblemente. En la arboladura, los marineros andaban lentamente, asegurando bien los pies y las manos para no resbalarse mientras colocaban las velas para aprovechar el mínimo aire que corría dentro de la espesa niebla. Cuando Kechard dejó de ver la borrosa silueta del Raubtier se dirigió a su tripulación.

- Desde ahora silencio absoluto. Apagad todos los fuegos y asegurar bien los cabos y velas. Todos atentos al más mínimo ruido o señal del barco. - las ordenes recorrieron el barco susurradas de boca en boca. - Timonel, llévanos a estribor. Lentamente. 

El barco comenzó a virar. Con la niebla había caído un pesado silencio, solo roto por los quejidos de la madera y el agua lamiendo los laterales del barco, pero estos sonidos, atenuados por la niebla, apenas llegarían unas decenas de metros más allá. Kechard esperaba poder despistar a los piratas en la niebla y que al amanecer no hubiera rastro de ellos en el horizonte, aunque sabía que las probabilidades eran más bien escasas.


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